Tirol porque me toca

martes, 29 de abril de 2008


En Munich, la ciudad más importante del sur de Alemania, comimos en un bar de lo más típico. Al norte del lugar más ilustre de la ciudad (la Marienplatz, el centro neurálgico) callejeamos hasta encontrar una pintoresca plaza llena de refinados bares entre los que se encontraba la Hofbräuhaus. Acudí a él un poco receloso, pues lo recomendaba mi guía a sabiendas de que era un sitio clásico de reunión de guiris (aún no me acostumbro a asimilar que ahora también lo soy yo) al estilo de la Carbonería en Sevilla. Pero la experiencia fue sumamente satisfactoria.

Al entrar, nos encontramos con un amplio espacio lleno de alargadas mesas con sus respectivos bancos. Todas estaban ocupadas, aunque en una de ellas sólo había un hombre mayor sentado. Sabíamos que en Alemania es normal compartir mesa con desconocidos, así que no nos sorprendió la amabilidad con la que el senor nos acogió. Era alemán, y nos dio algunas recomendaciones sobre la cerveza que debíamos tomar y las comidas más típicas de la región (cómo no, salchichas, hervidas en esta ocasión, y un poco de carne banada en salsa de cerveza).

La Hofbrähaus, a pesar de estar llena de extranjeros, es un lugar de reunión de la gente de la zona de Baviera, quienes no dudan en ponerse sus trajes tradicionales de tiloreses para encontrarse con sus paisanos. Nuestro amigo alemán nos comentó que se reunen todas las semanas (ese día era domingo), y alzando un poco la vista comprobamos que en la mesa de al lado la indumentaria de tres personas no eran los clásicos vaqueros que todo el mundo lleva en Alemania; al contrario, eran tiroleses, con sus clásicos gorros verdes, camisas blancas con tirantes y pantalones cortos (aunque haga muchísimo frío). Uno de ellos llevaba incluso el típico bigote de color gris con las puntas alargadas y en forma de espiral.

Allí estaban, bebiendo cerveza en jarras de litro (que aún no he sido capaz de pedir -me conformo de momento con la de medio litro) y disfrutando al son de una banda de música tirolesa que tocaba unas canciones muy divertidas (con instrumentos de viento y percusión) y que animaba a la gente a beber a la voz de "Ein, zwai, suffe" (algo así como: "uno, dos, y a beber"). El bar estaba repleto de tiroleses y me llamó la antención una senora perfectamente ataviada para la ocasión que, golpeando su mesa con dos cucharas de madera, podía con naturalidad seguir la melodía de las canciones. Nuestro amigo alemán, cuyo ritmo de beber cervezas era imposible de mantener, nos comentó que esa mujer siempre aparecía por allí y ocupaba el mismo lugar.

Las camareras también iban vestidas conforme al estilo tirolés (con sus faldas y apretadas vestimentas); algunos jóvenes pasaban vendiendo los clásicos "Pretzels" (un pan en espiral algo saldado que se toma a todas horas) que sostenían en sus manos; y lo que más me llamó la atención fueron unas taquillas especiales, con forma de jarra de cerveza, en la que los clientes habituales podían guardar bajo llave su recipiente favorito (todo el mundo sabe que la cerveza hay que beberla en su vaso adecuado).

Todo de lo más típico, pero yo salí encantado. Ahora entiendo algo más a los guiris que visitan la Carbonería.

Mejor sin humos

lunes, 21 de abril de 2008


Ya he dado uno de las pasos más importantes para integrarme en la cultura alemana: me he comprado una bici, el medio de transporte más utilizado en Tübingen y en toda Alemania. La adquirí en una tienda-taller donde reparan los ciclos viejos y los venden de segunda mano. Y ahora la uso para ir todas las mananas a la escuela de idiomas, gracias a la cual gano 30 minutos de sueno y me ahorro unos 15 de viaje (también me integro en esto de calcular los tiempos).

Por la ciudad apenas hay coches. No he visto aún ningún atasco ni mucho menos a nadie tocando el claxon. Hay aparcamiento de sobra por todos sitios y los pocos vehículos que circulan lo hacen moderadamente. La mayoría de la población utilizada la práctica red de autobuses, que con apenas 30 líneas alcanzan todos los puntos de la ciudad. Hay autobuses a todas horas y lo más increíble es que en cada parada se puede leer en una tabla a qué hora pasará el próximo autobús... !y siempre coincide! No he escuchado a ningún companero quejarse de que algún autobús se haya retrasado (al contrario, casi todos hemos perdido alguno). Y por supuesto nadie paga. Bueno, nadie controla que lleves el ticket encima, aunque doy más que por sentado que todos y cada uno de los viajeros cumplen con la legalidad (a mi me dieron los del curso un abono mensual).

Pero, sin duda, la reina es la bicicleta. Están aparcadas por toda la ciudad (sobre todo en la estación de tren), con simples cadenas porque nadie las roba. De hecho, muchas de ellas están abandonadas y nadie te diría nada si las cogieras y las repararas. Hay carril bici, aunque simplemente es un par de líneas rojas que separan la calzada para los vehículos de la de las bicicletas (el de Sevilla está bastante mejor disenado). Pero no hace falta porque todo el mundo respeta a los ciclistas. Y con una tecnología de vanguardia: desde chubasqueros que cubren hasta el manillar, hasta remolques adosados al cuadro bajo el sillín para poder llevar a los ninos.

Yo con mi bici voy encantado. Cierto es que la alterno con el autobús, sobre todo los días que llueve mucho. Pero también podría combinarlos, ya que aquí te dejan subir las bicis en el autobús (te dejan subir hasta los perros). Es sin duda un país con otra mentalidad, muy bien organizado y un magnífico ejemplo a seguir en la lucha por conseguir un transporte más limpio y eficaz.

La puntualidad alemana

martes, 15 de abril de 2008



Ayer perdí mi primer autobús en Alemania. Me dirigía al centro de Tübingen para tomar unas cervezas por la noche, pero llegué a la parada un minuto tarde. El autobús acababa de marcharse y tenía que esperar al siguiente, que, desgraciadamente, no llegaría hasta 30 minutos más tarde.

Este es sólo un ejemplo de lo precisos que son los alemanes con el tiempo. Los relojes tienen fama de ser suizos pero sus vecinos los germanos han debido de comprar todas las existencias. La exactitud con que calculan todo nos ha abordado desde el primer día que llegué aquí. Lo primero que me explicó mi familia fue que para llegar a tiempo a la escuela, debo coger el autobús a las 7,40 (porque cada autobús de cada una de las líneas tiene perfectamente marcada su hora de paso en todas las paradas); pero debo llegar al menos dos minutos antes, porque el autobús puede pasar o un minuto antes o después; pero lo que es seguro es que llegando dos minutos tarde ya no se encuentra ni rastro del vehículo. El trayecto dura 18 minutos hasta la estación, donde hago un rápido trasbordo para coger otra línea a las 8,01 que en 9 minutos me deja cerca del instituto de idiomas. Ya en la escuela, de vez en cuando nos dan algún descanso, aunque en uno nos quedamos impertérritos cuando nos dijeron que duraba 7 minutos.

Ante esta situación hay que ir mirando la hora a cada instante, cosa que llevo mal porque no he traído el reloj y tengo que mirarla en el móvil. Pero no hay problema, ya que en casa, cuando me ducho por las mananas, un práctico reloj situado en la misma ducha me avisa con su ritmo veloz que el tiempo se me agota para no perder el autobús.

Todo este control del tiempo lo asumen con total normalidad, y a los espanoles, con nuestra bien ganada fama de tardones, nos cuesta un mundo asumirla. Aquí nadie llega tarde, por lo que hay que estar siempre a la hora indicada. Menos mal que, ayer cuando perdí el autobús, había quedado con espanoles.

Feria... ¡a bailar!

viernes, 11 de abril de 2008


La Feria, la gran fiesta de Sevilla. Una ciudad volcada con su semana grande. Un año entero de espera para gozar intensamente durante 7 días de juerga.

Creo que por muchos aspectos es un evento especial. Las mujeres, de todas las edades, desfilan en un pocentaje elevadísimo con sus trajes de gitana de múltiples colores. Y cómo les queda... Las casetas, como la de mi amigo Otto, ese punto de reunión en el que siempre encontrarás diversión y ganas de bailar sevillanas y disfrutar. La generosidad de la gente, siempre dispuesta a hacerte sentir a gusto cuando les rindes visita. Y el rebujito, la bebida estrella, tan refrescante y tan peligrosamente suave, que corre a raudales por todos los rincones (no me quiero acordar de los tiempos en los que sólo se bebía la manzanilla). Y todo ello a pesar de la lluviosa semana que hemos tenido este año.

Me gusta la feria, aunque de siempre he pensado que es una fiesta elitista, y que debería cambiar para abrirse más a sus visitantes, las gentes de fuera que sólo pueden entrar en las poquísimas casetas públicas que tiene el real. Parece que, en unos años, la feria cambiará de ubicación para hacerse más grande y entonces las públicas tendrán más cabida.

Eso ya se verá, y yo lo veré desde fuera. Hoy viernes me despido de la feria, y el año que viene será este mismo día en el que la empiece. Esta ha sido la última feria que viviré completa en unos años, dado que el año que viene espero estar por otros lares. Y ya sólo me queda hoy porque mañana me embarco (aunque sería más correcto decir "me enaviono") en mi nueva aventura por tierras germanas. Con la buena compañía será una experiencia inolvidable.

Un crisol de culturas

sábado, 5 de abril de 2008

Esta última semana, mientras trabajaba con mis niños de las aulas viajeras, me ha tocado, por diversos avatares de la vida, ir a Córdoba todos los días de la semana, de lunes a viernes. La verdad es que, con tanta visita, he tenido la oportunidad de conocer muchos lugares de esta hermosa ciudad, algunos de los cuales me resultan ya muy familiares; pero ello no ha sido óbice para tener mi cámara digital siempre a mano y poder retratar rincones que me resultan espectaculares.

Los paseos por Córdoba son reflejo de su rica historia; ha sido a lo largo de los siglos testigo directo de la convivencia de pueblos muy distintos, primero los romanos y luego los judíos, musulmanes y cristianos, quienes han dotado a la ciudad de una particular idiosincrasia y de un legado artístico de incalculable valor. Paseando por el empedrado suelo de su judería (del que me acuerdo porque es tan molesto para mis botines de suela plana), entre patio y patio, se pueden encontrar en pocos metros una sinagoga, varias iglesias y la majestuosa mezquita.

Por sus calles se levantan con frecuencia numerosos esculturas, cosa lógica si se entiende la cantidad de ilustres personajes que han nacido en Córdoba, como el filósofo Séneca, el judío Maimónides o el musulmán que da nombre a la calle de mi hermano Álvaro, Averroes; todos ellos referencias obligadas en su campo. Un importante escritor, Góngora, decidó uno de sus sonetos al río que pasa por su ciudad, en el que calificó al Guadalquivir como el "gran rey de Andalucía".

La ciudad era bonita, pero lo será aún más en un futuro próximo. Los grúas y los andamios pueblan el paisaje, ya que la ciudad está haciendo un enorme esfuerzo por ser considerada capital europea de la cultura en 2016, como se lee un muchos carteles. Lo tendrá difícil, pues compite con Cáceres y Burgos, pero desde luego motivos para conseguirlo le sobran.

No es salto para cabreros

martes, 1 de abril de 2008

Ahí está, imponente, el Salto del Cabrero, la gran abertura natural que a lo largo de los siglos ha separado a dos magnas paredes de roca totalmente verticales. Una, de 80 metros de altura; la otra, un poco más baja, pero con una caída lo suficientemente impresionante para cortar el hipo de cualquiera. Ubicado en pleno Parque Natural de Grazalema, el dibujo que forma es único, ya que de las numerosas cimas que con características similares lo rodean, ninguna sufre una brecha similar.

Por ende, no resulta extraño que su unicidad haya dado pie entre los lugareños a numerosas leyendas que traten de dar una explicación a tan insólito fenómeno. Una nos cuenta que un cabrero que tenía un hijo enfermo, reunió dos cántaros de leche de sus cabras para poder sanarlo. Por la premura de la situación, pegó un gran salto desde una pared a la otra para ahorrar tiempo, con la suerte de que, al llegar, ni una sola gota se había derramado de ambos recipientes. Lo que no dice la leyenda es si los por todos conocidos milagrosos poderes de la leche salvaron a su hijo.

Otra nos narra la historia de un cabrero que pidió a un usurero 5 monedas de oro para poder curar a su hija enferma (parece que todo gira en torno a lo mismo); pero al no poder devolver el dinero, el prestamista se quedó con su rebaño de cabras y amenazó con quedarse con sus dos hijos. El cabrero huyó, y al saltar sobre una grieta en la montaña, esta se abrió como si hubiera sido Moisés el que brincaba, y por ella cayeron sus dos hijos y el adeudado. No sabemos nada del rebaño de cabras.

Parece físicamente complicado que un cabrero pueda llegar a saltar esta distancia (aunque soy de letras, quién sabe), pero aún así me gusta esto de las leyendas. Es muy del folclore popular. Por eso yo tengo mi propia versión de por qué la montaña está dividida en dos. Para mi, está clarísimo que fue culpa de un cabrero de Bilbao, a quien, mientras perseguía una cabra que se había escapado del rebaño en Santurce, se le cayó el hacha y su pesada hoja golpeó el suelo. No llego aún a entender porqué llevaba un hacha en vez de una cuerda para cazar al animal, pero está visto que en las leyendas siempre queda algo por explicar.