Para Paracuellos

miércoles, 29 de abril de 2009

Unos intrépidos estudiantes de SENASA habían intentado sin éxito en varias ocasiones alcanzar las enormes bolas blancas de radar próximas al mirador de Paracuellos del Jarama, pueblo situado sobre una colina al pie del aeropuerto de Barajas. Las malas condiciones atmosféricas, unas veces por baja visibilidad, otras por una gélida temperatura cercana al punto de rocío, habían convertido en frustradas todas sus aproximaciones para alcanzar el elevado lugar desde el que observar sus aviones favoritos. Pero como la perseverancia es una virtud, estos estudiantes consiguieron su objetivo en un día de esos de "sol y moscas".

Felices y bien preparados, nuestros aspirantes a controladores metieron motor en su coche con un motero como número dos siguiendo al tránsito a la vista, y enfilaron juntos la avenida principal del pueblo de Barajas, que parece tener fin cuando se topa con las vallas del aeropuerto. Pero no, un camino secreto en forma de túnel se abre por debajo de las pistas y vertebra las entrañas del aeropuerto. Tras varios kilómetros de oscuridad, pudieron notificar pistas libres y de repente aumentó la visibilidad a más de 10 kilómetros. Ante ellos se alzaba la cuesta de Paracuellos, curvas ilimitadas en un circuito a izquierda y derecha que desembocaba en la entrada al pueblo. Tras alguna órbita, viraron derecha por la Avenida del Radar y encontraron una urbanización con calles pero sin casas. Ese era su destino. Dejaron los vehículos lo más cerca que pudieron del acantilado y recorrieron andando por tierra los últimos pies que los separaban del borde del precipicio.

Bajo sus pies se alzaba el aeropuerto de Barajas, el más grande de España y uno de los más concurridos del mundo. Desde esa privilegiada posición se podían distinguir sus 4 pistas, dos paralelas para aterrizar y otras 2 para despegar; sus 4 torres de control, su laberíntico entramado de calles de rodaje y sus edificiones terminales (el combinado de las T1, T2 y T3, y los dos separados de las modernas T4 y T4S); al fondo de la estampa, la ciudad de Madrid, con la inconfundible silueta de las míticas 4 torres. Y, por supuesto, un avión tras otro sin parar para llenar de movimiento la espectacular imagen que se captaba.


El espectáculo estaba servido. Un improvisado mirador, la compañía de unas cervecitas, unos prismáticos para hacerlo todo más cercano y unos receptores de alta frecuencia que permitían cotillear todo lo que se estaba cociendo. Con estos walkies especiales, bien sintonizados, se pueden oir las conversaciones que mantienen pilotos y controladores en su quehacer diario. Pero con cuidado, porque si bien la escucha pasiva está permitida, la transmisión ilegal es un delito (menos mal porque se podría liar parda). De esta forma, pusieron sonido a la película muda que se proyectaba ante sus ojos. De no ser por ellos, no habrían comprendido que la anormal configuración del aeropuerto (las aeronaves venían del norte) estaba provocando retrasos de hasta media hora; o que una bandada de pájaros era el motivo por el que un avión alineado en pista tardaba demasiado en salir.

Lo mejor es que, a estas alturas, estas conversaciones ya resultan normales, y, lo que es más extraño, hasta coherentes. Cifras, letras, matrículas, Ecos y Charlis, todos unidos formando complicados trabalenguas bilingües; enemigos imposibles hace poco y ahora compañeros de una vida. Y entre gigantes Boeings 777 y pequeños Embraers se fue la tarde en un plis. Rodadura terminada.

Un poquito de laurel

lunes, 20 de abril de 2009

El laurel, esa planta aromática que condimenta nuestros guisos y que los emperadores romanos utilizaban illo tempore como símbolo de la victoria, adquiere connotaciones especiales en boca de los logroñeses. Pero no precisamente por el sabor que desprende en algún plato de la gastronomía local; "Laurel" es el nombre de la calle más populosa, conocida y atrayente de la ciudad de Logroño.

La Laurel es una estrecha calle que tiene la particularidad de contar con más de 50 bares en los que se pueden degustar vinos (de Rioja, por supuesto) y tapas o pinchos. Es costumbre entre los vecinos de Logroño acudir en masa a las horas de comer y de cenar para tapear de bar en bar y reunirse con amigos o conocidos. La particularidad es que cada bar se ha especializado en un pincho o dos que se muestran rodeados de todos los demás tras las cristaleras de las barras de los bares. El pincho y la copita de Rioja forman un hábito inevitable que se repite en cada una de las paradas de esta ruta de bares. De hecho, la conocen como "La senda de los elefantes" por la trompa que se suele coger antes de volver a casa.

En pleno centro de la urbe, nuestros primeros pasos no se encaminaron a la catedral o al paseo del Ebro; la hora a la que llegamos (una y media de la tarde) nos hizo decantarnos sin dubitar demasiado a la irresistible tentación de la Laurel. Entre una ingente masa de gente, nos dirigimos a un bar, otro y otro, y en todos la escena se repetía. Bebida y el pincho de la casa. Así, fuimos probando sepias, gambas fritas, setas, zapatillas de jamón, huevos rotos y "wonderbras". Una tapa en cada bar y a buscar otro. Y lo mejor es que el precio era de lo más asequible: no más de dos euros y medio el conjunto (bebida y tapa). Entre vinos y jotas que nos cantó algún lugareño, la diversión era cada vez mayor. Y, por culpa de la ley no escrita que dictamina que hay que acabar en número impar, terminamos conociendo hasta 7 bares de la calle.

Tapear es todo un arte. Pero está claro que si es con un poquito de laurel, mucho mejor.

Aterrizar desde fuera

jueves, 16 de abril de 2009

El auténtico control aéreo se visualiza desde la torre de control de los aeropuertos. En los centros las aviones se reducen a simples puntos de varios colores que pululan por las azules pantallas de las posiciones UCS. Tras las cristaleras de las torres, los puntos se transforman en aviones de chapa y metal, y sus movimientos, simulados en las pantallas, se tornan reales en el aire.

Tuve la suerte de poder visitar la Torre del aeropuerto de Asturias, el más septentrional de España, ubicado en Ranón (que también es el más alejado de su capital de toda España, nada menos que a 50 kilómetros de Oviedo). Aprovechando el día despejado, los aviones que llamaban por frecuencia para aterrizar se podían buscar en el cielo y desde la lejanía se divisiban pequeños puntos a los que poco a poco les crecían alas, ventanas y les salía un tren de aterrizaje de la panza. Parece mentira cómo, hace varios meses, me resultaban incomprensibles las comunicaciones aeronáuticas, y cómo, ahora, alcanzaba a entender las autorizaciones, las incidencias, las peticiones, y toda la parafernalia que rodea a este trabajo: los cruces de pista de coches para revisar algo (más habitual de lo que creía), el encender las luces del aeropuerto a la intensidad adecuada (para no molestar a los pilotos), el meter en el ordenador los planes de vuelo de forma correcta y la importancia de preactivarlos en el momento adecuado (para que durante todo su trayecto pueda ser vigilado por los siguientes compañeros)...

El despegue y la llegada de un avión son los momentos más emocionantes. Comprobar cómo se eleva sobre las alturas apenas a media pista (desde dentro parece que tarda muchísimo más) y cómo enfila el aterrizaje desde tan lejos descendiendo gradualmente hasta posarse como un pájaro sobre el asfalto de la pista. Y es curioso cómo cambian los conceptos cuando te situas desde fuera. Si uno llega de sus vacaciones, cuando las ruedas del avión tocan tierra parece que ya todo acaba; pero desde el fanal me di cuenta de todo el trabajo extra que ello conlleva. Desde ese momento, un coche de color amarillo chillón ya esta esperando para guiar a la aeronave al estacionamiento adecuado. Cuando llega, del vehículo sale un operario vestido del mismo color hortera con dos luces para avisar al piloto de cuándo tiene que frenar, al tiempo que otra persona ya está preparada para ponerle un calzo a las ruedas delanteras. Mientras esto ocurre, una camioncito con varios remolques ya rodea al avión preparándose para empezar a transportar maletas, y una pasarela telescópica se va acercando poco a poco a la puerta delantera para que salgan por allí los pasajeros. Todo perfectamente coordinado.

La visita a la torre fue muy interesante y aprendí mucho, pero aún me quedaba otra sorpresa. La conductora del coche amarillo aceptó darme una vuelta por todo el aeropuerto. Nervioso y animado, corrí raudo en su búsqueda y, a ras de pista, guiamos a un par de aviones hasta su aparcamiento correspondiente. En un momento de tranquilidad, nos metimos en la pista (previo permiso del controlador, claro) y me resultó impresionantemente ancha (45 metros). Allí aceleró y la recorrimos a toda velocidad ida y vuelta. Después de eso, un avión más en su sitio y dimos una vuelta por la perimetral del aeropuerto, que es una carretera que lo bordea por dentro de las vallas de protección. En 7 minutos (son varios kilómetros de camino) vi de cerca el ILS, el VOR/DME (que son los radares que guían a los pilotos en sus trayectorias) y las luces de aproximación, esos conceptos teóricos que tanto usamos en clase y a los que pocas veces les das forma. Terminado el paseo, vuelta a la torre después de una novedosa experiencia.

Los conceptos cambian. Y mola.

Desfile de Xanas

domingo, 12 de abril de 2009

Las tierras del norte son muy dadas a la creencia en seres extraordinarios que habitan de forma subrepticia en sus bosques y montañas. En Asturias, la mitología guarda un lugar privilegiado a las Xanas, unas ninfas cuya existencia se liga a la cercanía de las dulces aguas de los ríos más cristalinos, que estas bellas hadas utilizan para lavar sus ropajes o como espejo para peinarse mientras susurran canciones misteriosas. Naturalmente, por su extrema singularidad, encontrarse con una Xana es casi tan complicado como ver un lince en Doñana, pero quizás el problema sea saber dónde buscar.

Muy cerca de Oviedo (las posibilidades que para el senderismo ofrecen la proximidad de las montañas a esta ciudad son inmensas) se halla el conocido como Desfiladero de las Xanas, que enlaza con la popular Ruta del Oso que recorre el valle del río Trubia. Sus características hidrográficas lo convierten en un lugar perfecto para el escondite de las ninfas. Saliendo de la capital y tras poco más de 20 kilómetros, se inicio el sendero justo antes del pueblo de Villanueva y del área recreativa donde se cuidan a las osas pardas Paca y Tola.

El camino se empina súbitamente para alcanzar las altas paredes del acantilado. A casi 80 metros de atura el angosto sendero quita el hipo al mirar hacia abajo y divisar el río Viescas (o De las xanas) convertido en un fino hilo de agua. Echamos la vista atrás y los poblados se pierden en la serranía. Hacia delante, las paredes de las montañas se confunden entre sí aproximándose cada vez más y resultan un refugio ideal para las Xanas. El trazado atraviesa túneles, cascadas de agua y, cuando camino y río se unen, puentes y bosques que permiten acercarse a la corriente. Pero, entre piedras y árboles llenos de musgo, propios de parajes encantados, ni rastro de las hadas de agua. El susurro de una canción me hace sospechar la presencia de alguna, pero no era más que mi compañero Alfredo cantando "Una rosa es una rosa".

Tras dos horas de caminata, el desfiladero concluye en el minúsculo pueblo de Pedroveya, en entorno de lo más rural con laderas verdecidas, animales de granja con su inconfundible olor, y los clásicos horreos asturianos. En el poblado hay un famoso restaurante donde dimos buena cuenta de una señora fabada; tuvimos suerte, pues es el único bar de la aldea y siempre está muy demandado. La vuelta atrás transcurre por el mismo camino, pero en pendiente cuesta abajo (muy recomendable para bajar la copiosa comida). El regreso permite disfrutar nuevamente de esta ruta que algunos conocen como "El pequeño Cares"; pero las ninfas de agua dulce seguieron escondidas a nuestros pasos. No hubo la suerte que tuve en Doñana.

La calle de los monumentos

martes, 7 de abril de 2009

Oviedo es la única ciudad que he conocido que dedica una de sus calles a sus monumentos. También es cierto que es de las pocas que tiene varios de ellos a algunos kilómetros de distancia. Parece un acierto, entonces, nombrar la carretera que conduce a ellos como "Avenida de los monumentos" para ayudar al viajero a encontrarlos. La calle no es plana; muy al contrario, tiende hacia arriba, ascendiendo en las faldas del Monte Naranco, símbolo y emblema de los ovetenses. Por ello, lo más recomendable es visitarlos en coche, aunque muchos optan por hacerlo andando, corriendo o en bicicleta: de hecho, existen dos pruebas deportivas para coronarlo por estos dos últimos medios y la Vuelta a España lo ha acogido como meta de etapa en algunas ocasiones.

Santa María del Naranco. Después de 3 kilómetros por la angosta carretera que asciende desde Oviedo nos encontramos con esta iglesia prerrománica del S XIX, mandada construir por aquella época como palacio y posteriormente reconvertida para fines religiosos. Las visitas están muy restringidas, por lo que hay que limitarse a contemplar su doble planta desde el exterior. No obstante, subiendo por sus dos escaleras de piedra del lado septentrional se entreven a través de algunas rendijas columnas y paredes del interior. La iglesia está en todo su esplendor pues ha sido restaurada hace poco y su triple arcada de los costados oriental y occidental han sido escogidos para el logotipo de la famosa campaña "Asturias paraíso natural".

San Miguel de Lillo. Cien metros más arriba de la Iglesia de Santa María del Naranco se alza la de San Miguel de Lillo, completando el binomio de monumentos prerrománicos del s. XIX. Esta iglesia sí fue construida para tal fin desde sus inicios, quizás como complemento a la vecina residencia palaciega. Es más pequeña que la anterior y tiene forma de una casita.

Sagrado Corazón de Jesús. De nuevo con el coche y tras una cerrada curva a la derecha la carretera vuelve a picar hacia arriba. Entre mensajes de apoyo a los ciclistas de La vuelta pintados sobre el asfalto ascendemos bordeando el monte y, tras un par de kilómetros, llegamos a la cima. El lugar está muy acondicionado para pasar un día campestre, con mesas y columpios ideales para domingueros. Al final del camino nos encontramos una enorme escultura de un cristo (aunque más pequeña que el Cristo del Otero de Palencia) con los brazos en cruz en actitud acogedora. La imagen se distingue desde abajo en la propia Oviedo, y es espectacular verla de noche pues se destaca su forma en blanco sobre el negro fondo de la montaña. Debajo, montada sobre el pedestal, se encuentra la Cruz de la Victoria, símbolo que aparece en el escudo del Principado de Asturias.

En lo alto del monte, a 634 metros sobre el nivel del mar y en un hermoso día claro, la vista de la ciudad de Oviedo, al sur, con su cinturón de montañas al fondo, son espectaculares. El mejor final para una calle singular.

Oviedo, ¡oh!

miércoles, 1 de abril de 2009

Hacía más de 10 años que no visitaba la ciudad de Oviedo; demasiado tiempo para una ciudad que te deja con la boca abierta. Y no es porque tenga unos monumentos que deslumbren al mundo entero (aunque Calatrava ha diseñado un nuevo Palacio de Congresos muy a su estilo que destaca con su blancura por encima de todos los demás edificios). Más bien es por su carácter tranquilo que la convierten en una ciudad ideal para vivir.

Aunque tengo que reconocer que hablo desde el punto de vista de alguien que ha estado en Oviedo 5 días de pleno sol; no es lo habitual, ya que, muy al contrario, la máxima histórica en Oviedo es de sólo 38 grados y llueve la mayor parte de los días del año. Ello repercute en sus parques y jardines, siempre verdes, como el Parque de San Francisco en pleno centro de la ciudad.

La capital del Principado de Asturias no es muy grande (algo más de 220.000 habitantes) y es ideal para pasear por sus calles, las cuales, como curiosidad, siempre tienen el nombre de algún personaje del que se dice su nombre, apellidos y profesión entre paréntesis. Entre edificios históricos pasamos por delante del Teatro Campoamor donde cada año se entregan los Premios Príncipe de Asturias, y del Auditorio Príncipe Felipe donde cada domingo se reunen los fans de Fernando Alonso para ver los grandes premios en pantallas gigantes.

De repente, unas campanas comenzaron a doblar al ritmo del famoso "Asturias patria querida". Es una tradición que el reloj de la Plaza de la Escandalera toque a las en punto el himno de Asturias. Seguimos el paseo entre estatuas callejeras (por Oviedo permanecen inmóviles multitud de personajes que cohabitan con los viandantes, algunos conocidos como la Regenta o Woody Allen, y otros anónimos como "El viajero" o "La lechera") y llegamos a su Catedral, dedicada a El Salvador (como la de Cifuentes), cuya preciosa aguja de observa desde muchos puntos de la ciudad. Su horario de visita es muy restringido pero pudimos asomarnos antes de que comenzase un oficio; aunque la verdad es que tampoco mereció mucho la pena.

Tras ello, nuevamente la música llamó nuestra atención. En la plaza de la Catedral un grupo de personas ataviados con trajes tradicionales cantaba y bailaba danzas regionales ante la atenta mirada de los turistas; no es algo extraño en Oviedo, donde también se ven grupos de gaiteros tocando por las calles, con sus ropajes típicos y los clásicos zuecos (llamados "madreñas") alegrando el día a los demás.


Cerca de la Catedral bajamos a la Calle Gascona, donde la mayoría de los bares son "chigres" o sidrerías. Tras dar buena cuenta de la gastronomía asturiana, nos dirigimos a una especie de rastro que se coloca en Oviedo en varias de sus calles del centro. Al igual que en el de Madrid, los ciudadanos van allí a encontrar cualquier cosa, y el regateo está a la orden del día.

Los ovetenses deben estar muy contentos de vivir en su ciudad. Quizás por ello tengan ese deje al hablar que les hace acabar cada frase con el vocablo "ho". No deja de resultar sorprendente oirles decir ""Vamos al bar, ho!" (que parece que estén animando a mi hermano Álvaro), pero lo tiene como algo normal, como el "pues" de los vascos. De hecho, "¿qué pasa?" lo dicen como "¿qué yo ho?. El idioma astur (o bable) es muy curioso, pero tendré que volver de nuevo a Uviéu para conocerlo mejor y dedicarle algunas palabras más en mi blog.