¿Recordar o ensalzar?

miércoles, 28 de octubre de 2009

La tan polémica Ley de memoria histórica aprobada por el gobierno en 2007 dividió, como siempre, a los partidos (y por ende a sus adláteres seguidores) entre aquellos que se oponían a la eliminación de estatuas y símbolos de exaltación franquista, y los que aplaudían la iniciativa de borrar para siempre los rastros de una época deshonrosa de nuestro país. La propia ley hace especial mención en uno de sus artículos al Valle de los Caídos, ese lugar de culto mandado construir por Franco 8 kilómetros al norte del Monasterio del Escorial.

Tenía ganas de visitar este monumento para poder hablar de él. El lugar impresiona; no obstante, consta de una cruz latina de 150 metros de altura (visible casi desde Madrid, a 60 kilómetros) cuya base se apoya sobre una gigantesca roca, en cuya interior se ha excavado un templo religioso que, para hacerse una idea de su magnitud, mide 262 metros de largo. La cripta consta de una única nave cuyo interior recuerda al intrépido Robert Langdon buscando símbolos en el Louvre del Código da Vinci.

El sitio es único; el problema es lo que significa. El Valle de los Caídos fue mandado construir por Franco tras su victoria en la Guerra Civil en homenaje a las víctimas del bando nacional. No hace falta ser muy listo para imaginarse quiénes fueron los artífices de abrir un agujero inmenso en una roca para recordar a los vencedores: cuántos presos de guerra no morirían retirando los 200.000 metros cúbicos de piedra necesarios para abrir tan ingente hueco. En la última época, con una dictadura más aperturista, el general decidió que el monumento sería un homenaje para los caídos en ambos frentes de la guerra. Pero lo cierto es que, en mi visita, no vi ni un solo motivo de recuerdo a los republicanos. Al contrario, todo eran vítores a los nacionales. Es más, además de las tumbas de Franco y de Primo de Rivera, ubicadas en el mejor lugar del templo, vi muchas inscripciones alabando a los que lo dieron todo por la patria. De los otros, ni rastro.

La citada Ley propone que el Valle de los Caídos se aleje de la política para convertirse en un simple centro de culto religioso. Yo, después de mi visita, me parece acertado reutilizar tan magna obra de ingeniería. Pero vería más positivo convertirlo en una especie de museo de la Guerra Civil, un lugar de estudio y reflexión donde todos seamos conscientes de lo que pasó y cuatos para que no vuelva a ocurrir. Y desde luego un lugar que sirva para recordar a unos y a otros, pero no para ensalzar a ninguno.

Las hoces mágicas

domingo, 25 de octubre de 2009

Hay tantos lugares en España que desconocemos, que cuando los descubres empiezas a plantearte cómo es posible no haber oido hablar de ellos antes. La sorpresa positiva me llegó hace un par de semanas en las Hoces del Río Duratón, al noreste de Segovia. Un parque natural moldeado alrededor del río Duratón que ofrece vistas espectaculares y amplias posibilidades de disfrute.

El entorno natural se conforma de unas enormes paredes de roca caliza que acompañan el curso del río desde el precioso pueblo de Sepúlveda hasta 25 kilómetros después, cuando el agua se remansa en la presa de Burgomillodo. Lo más impresionante son los meandros que genera el río, chicanes imposibles que transmitirían paz y tranquilidad a los mismísimos pilotos de Fórmula 1. Junto a ello, estos cortados cuentan con la mayor colonia de buitres leonados de toda Europa, que nidifican en sus verticales y que hace que en el primer semestre de cada año el acceso al parque sea limitado y haya que solicitar permiso para recorrerlo.
Entre las muchas opciones, optamos por hacer piragüismo. Se puede hacer por libre, pero también hay empresas que te facilitan el material. Como en octubre el río lleva poca agua, la ruta tuvimos que hacerla al norte del parque, en el embalse de Las Vencías junto a San Miguel de Bernuy. Hubiera sido un detalle que la empresa nos hubiera dicho que no estábamos en las Hoces, pero bueno, el paseo fue bonito y tranquilo, sin dificultad y también observando la inmensa colonia de buitres que sobrevolaba nuestras cabezas. En el parque, esta vez sí, hay varias rutas de senderismo. Nosotros hicimos la larga, que camina junto al río durante 12 kilómetros, disfrutando muy de cerca de los buitres, que se asomaban desde lo alto como buscando carnaza, de los árboles, de las setas... de todo lo que nos explicase Andrea.

Pero sin duda me quedo con un lugar de todo el parque. Como diría Charuca, un lugar mágico. En uno de los meandros del río, en el más cerrado, en todo lo alto del cortado, se alza la ermita de San Frutos. La ermita en sí no es especialmente relevante, pero sí lo es el sitio. Por la tarde, cuando llegamos, la masa que allí había no era de buitres, sino cientos de personas que, como nosotros, querían visitar aquel lugar. Pero como preferimos disfrutar de los sitios menos masificados, dedicimos dar un paseo por las Hoces y esperar a que anocheciese un poco. Fue la mejor decisión. Si no lo hubiéramos hecho, no habríamos sentido la paz que reinaba en ese lugar. De noche, en aquel idílico lugar, en el meando sobre las aguas del Duratón que quedaban a un lado y a otro, sólo estábamos nosotros. El silencio se interrumpía con los sonidos de buitres y otras aves. El agua tranquila abajo y las estrellas que se asomaban por arriba. De estos momentos que disfrutas sólo de pensar lo privilegiado que eres.

Más ligero que el aire

martes, 20 de octubre de 2009

La nueva aventura la vivimos en el aeródromo de Ocaña, donde en una clase práctica de física íbamos a comprobar cómo objetos pesados pueden oponerse a la gravedad y ascender sin propulsión gracias a la ayuda de las masas de aire. Practicamos el vuelo sin motor, pequeños veleros de escaso cuerpo y alargadas alas pero con una estabilidad enorme, capaces de, sin ayuda propulsiva, elevar hasta 600 kilos de peso (la suma del peso del aparato más el de los dos ocupantes) aprovechando las corrientes térmicas de aire caliente.

Pero para ponerlos en marcha sí que hace falta ayuda. El velero no puede despegar por sí solo, sino que, unido por una cuerda, va a remolque de una avioneta motorizada que lo separa del suelo. Una vez en el aire, se va ganando altura poco a poco hasta que, a 800 metros, se tira de una palanca para que la cuerda se suelte y el velero empiece a volar por sí mismo.

Es en ese momento cuando te das cuenta de que estás levitando en el aire. El ruido del motor de la avioneta se aleja, el silencio te rodea y te encuentras flotando lejísimos del suelo. El instructor toma los mandos y, afortunadamente, sus instrumentos de vuelo le indicaron que había encontrado una térmica. Comenzamos a ganar altura, en círculos, hasta la increíble cifra de 1.700 metros. Compruebo que los pueblos, a esa altura, son diminutos; estamos altísimos, pero la seguridad de la aeronave logra batir el temor inicial y comienzo a disfrutrar del viaje. Dejamos la térmica y volamos perdiendo altura gradualmente.

Tras un minuto de curso, el instructor te deja los mandos. Manajar un velero no es difícil, aunque no me hubiera atrevido a hacerlo si él no tuviera también mandos para evitar mis locuras. Siempre con el horizonte como referencia, y con las interferencias de Radio Nacional en la radio de a bordo, comenzamos a hacer piruetas. La punta hacia abajo para ganar velocidad: llegamos a los 180 kilómetros por hora. Llegamos a sentir la ingravidez: como cuando vas con un coche y tomas un cambio de rasante, practicamos lo mismo en el aire y noté como todo mi cuerpo flotaba a tanta distancia del suelo. Después entramos en pérdida, es decir, subimos el morro lo máximo posible para perder la sustentación y que el avión se precipitase al vacío: la capacidad de recuperarse de los veleros es tan elevada que casi no te da tiempo a tener miedo. Luego, con el ala izquierda casi en vertical, hicimos giros sobre esa misma ala, con la sensación de estar totalmente perpendicular a la tierra.

Después de media hora de viaje, tocaba aterrizar en la pista. Tras las correspondientes autorizaciones, tomamos tierra, aunque no sé muy bien que hice que nos salimos de la pista. Salimos del estrecho aparato y hubo que empujarlo manualmente para sacarlo de la pista (no había aire ni motores que nos movieses). Volar en velero es una manera diferente de experimentar nuevas sensaciones y, desde luego, una clase de física muy bien aprovechada.

Madrid bajo tierra

sábado, 17 de octubre de 2009

Cuando bajas al subsuelo para subirte a él, el cierre de puertas da paso a un símil de lo que es Madrid. La vida en el metro refleja en parte lo que ocurre encima de los túneles. El metro parece la ONU: no habrá vagón en el que no haya rumanos, chinos, sudamericanos, nacionales o guiris. Desde mi lejana parada en la Alameda de Osuna, los viajeros van entrando poco a poco en los vagones, peleando por los asientos libres cuando alguien ha llegado a su destino.

En el metro la gente se mezcla, se iguala: no hay marcas caras de coche que los diferencien, todos luchan por no perder el equilibrio. Los largos trayectos se salvan de muchos modos: la lectura o la música en los cascos son las opciones predilectas; también es frecuente que en alguna parada un músico en ciernes se suba y cante (a menudo con poco arte) alguna cancioncilla en busca de una propina.

La gente se agolpa en el vagón, y el viaje entre estación y estación es un paréntesis de tranquilidad en la ajetreada vida madrileña. Pero todo concluye con el anuncio de la llegada al destino: la masa se mueve, busca hueco, se prepara para la salida, y la apertura de puertas marca el inicio de una nueva carrera por salir cuanto antes y volver a las prisas que caracterizanlos hábitos madrileños.

Hoy, 17 de octubre, el metro de Madrid cumple 90 años. En todos esos años, el subterráneo ha evolucionado desde la primera línea inaugurada por Alfonso XIII entre Sol y Cuatro Caminos hasta convertirse hoy en el tercer metro más largo del mundo, con 16 líneas, 310 kilómetros de vías, con infinidad de correspondencias entre las líneas (casi todas se comunican con todas) que es lo que de verdad le da utilidad, o con la asombrosa cifra de 335 trenes funcionando al mismo tiempo. Toda la ciudad y exteriores está conectada, y en un futuro la expansión aún será más impresionante. Un ejemplo de movilidad y de un proyecto bien hecho.

El ágora escocés

martes, 13 de octubre de 2009

La religión ha sido motivo de conflictos a lo largo de la historia, como el otro día vi un poco decepcionantemente en Ágora. Necesitado de un poco más de argumento por lo poco que me aportó el film de Amenábar, recordé que en Escocia la religión es un asunto importante, y quizás investigarla me aportase datos interesantes.

Escocia siempre vive a la espalda de Inglaterra; y en temas religiosos no iba a ser menos. La influencia católica en Escocia proviene de sus vecinos de Irlanda (otros que siempre van de la mano de los ingleses), cuando un emigrante irlandés, San Columba, fundó la primera abadía católica en la isla de Iona. Tras la caída del Imperio Romano, los católicos fueron extendiéndose en declive de los paganos, y uno de ellos, San Mungo, fundó la ciudad de Glasgow en el 543 d.c.

La Catedral de Glasgow se fundó en 1136 en lo alto de una colina, sobre la que fue capilla de San Mungo. Pero los brotes de protestantismo no tardaron en sacudir Escocia. El reformador que introdujo la reforma religiosa fue John Knox, quien aprovechó la victoria de los ingleses sobre los escoceses a finales del s. XVI para imponer su doctrina, y la Catedral cambió súbitamente de signo religioso.

Hoy se viven tiempo más pacíficos, que es lo que debería ser el objetivo de todo esto. El protestantismo está asentado en Escocia, aunque el catolicismo se mantiene en buena parte de su vertiente occidental. De hecho, en Glasgow, la gran capital del oeste, los fieles se reparten al 50% entre una y otra doctrina. La Catedral protestante convive con la Católica de Saint Andrew's, y los aficionados al fútbol hacen de la religión el estandarte de sus equipos: los católicos del Celtic frente a los protestantes del Glasgow Rangers. Un enfoque curioso que, visto lo visto, podría ser guión de cualquier largometraje.

Y Wallace gritó "Libertad"

martes, 6 de octubre de 2009

William Wallace es el héroe nacional de Escocia. A diferencia de otros ilustres escoceses como Robert Burns (era también otra época), quien luchó a través de la palabra, el famoso guerrillero dio su vida por la independencia de su país frente al ejército invasor inglés. Como buen visitante de Escocia, antes del viaje tuve mi sesión de Braveheart, la superproducción de Mel Gibson que narra la vida de Wallace y las batallas que libró por defender sus ideas.

Esta historia hizo acrecentar mis ganas de visitar el recuerdo que Escocia ha dedicado a este personaje. El Monumento Nacional de William Wallace se sitúa en lo alto de alto del monte Abbey Craig, desde cuya cima se dice que Wallace divisó a las huestes inglesas, factor que fue decisivo en la victoria del agerrido pero ínfimo y rudimentario ejército escocés frente al más avanzado inglés en la famosa Batalla del puente de Stirling.

En este destacado lugar se ha construido una torre de 70 metros de altura, que hay que salvar gracias a los 246 escalones de una estrecha escalera de caracol. En su interior se narra la vida y milagros de Wallace, aparte de diversos objetos como una espada casi tan alta como yo. Pero lo mejor viene arriba del todo, con una extraordinaria vista del pueblo de Stirling, con su castillo dominador, y de un casi circular meandro del río Forth donde se libró la batalla.

Wallace ganó un combate pero no la guerra. No logró la libertad del pueblo escocés pero su influencia siempre quedará. De hecho, ha logrado vencer una lid menor del s XIX: alguna mente pensante decidió dedicar una estatua a William Wallace a los pies del monumento... con la inteligente idea de ponerle la cara de Mel Gibson. Afortunadamente, años de protestas y vejaciones a la misma consiguieron su retirada.