Y de repente... Tikal

lunes, 29 de marzo de 2010

Y de repente, tras muchas, muchas horas de camino por carreteras y caminos sinuosos e incluso peligrosos hacia el norte de Guatemala, tras soportar un intenso aguacero tan habitual por las tardes a estas latitudes, llegamos a Tikal aún sin ser muy conscientes de lo que ello suponía. Alcanzar Tikal es llegar a la cuna de la civilización maya, una referencia obligada para quien quiéra entender una de los pueblos más sorprendentes de la historia de la humanidad.

Tikal fue una de las ciudades mayas más importante de toda la civilización, tanto en extensión como en población (pudo llegar a los 150.ooo habitantes). Rival de la hoy mexicana Calakmul, su esplendor se mantuvó durante 6 siglos hasta su misteriosa decadencia a finales del s. X. En todo ese tiempo, los mayas, jerarquizados en reyes y pueblo, construyeron un tejido urbano lleno de templos, tumbas, observatorios astronómicos (los avances en este campo fueron increiblemente certeros), palacios y residencias de los que hoy en día perviven edificaciones muy destacadas.

El mejor ejemplo es La gran Plaza, un rectángulo jalonado por palacios, una necrópolis y los templos I y II. Viendo las dimensiones de estas escarpadas construcciones de piedra, me maravilla el pensar de lo que fue capaz el hombre de levantar sin apenas medios, y de cómo han resistido el paso del tiempo. Aunque la mano del hombre actual debe ayudar a rescatarlos, pues la selva se ha ido tragando los edificios y los trabajos arqueológicos, como los que se realizan en la Plaza de los 7 templos, se afanan por retirar toda la maleza con que la naturaleza ha ido cubriendolos. A varios kilómetros de allí se eleva el templo IV, cuyos 64 metros constituyen el techo de toda la ciudad. Si puedes subir su empinada escalera sin problemas, la vista te ayudará a comprender qué es de verdad Tikal: un inmenso mar verde, un canopy de vegetación que va más allá de donde alcanza tu mirada del que emergen, salpicados, las partes más altas de los templos mayas. Impresionante.

Pero Tikal no es solo ruinas mayas. Tikal también es selva. La inaccesibilidad de este emplazamiento lo vuelve aún más interesante. Alrededor de los templos sólo hay selva, y por la selva hay que encaminarse para ir de un lugar a otro dentro del parque. Los senderos se ensombrecen ante los altísimos árboles, como la ceiba, el árbol nacional de Guatemala. De repente, unas ramas comienzan a caer sobre nuestras cabezas. Son los monos, que desde las copas dejan a las claras que estamos invadiendo su territorio. Vemos helechos y plantas gigantes con hojas más grandes que nosotros. Hormigas rojas por cuya entrada al hormiguero cabe mi zapato entero, pájaros carpinteros de cabeza roja que repican en los troncos, órugas anaranjadas, toda clase de insectos, serpientes y tarántulas... los grandes mamíferos y el quetzal se han ocultado durante el día. Es la selva de día, pero el vivirla de noche no tiene precio. En la oscuridad los sonidos se intensifican, se oyen monos aulladores y otros ruidos indescriptibles, que asustan al más osado. No hay que tentar a las fieras, que los monos ya nos habían advertido durante el día.

Y la lava la vi

sábado, 20 de marzo de 2010

En Guatemala tuve la ocasión de cumplir uno de lo sueños que perseguía desde pequeño. Fascinado por el espectáculo natural (aunque a veces trágico) de las erupciones volcánicas, tan asiduas en el Etna, siempre me preguntaba cómo sería la lava. Y el volcán Pacaya, al sur de la capital guatemalteca, me brindó esa oportunidad. A pesar de haber estado inactivo durante siglos, sus entrañas explosionaron en 1965 y desde entonces los ríos de lava discurren por sus laderas de manera habitual.

La lava es fascinante, evocadora e hipnotizante. Su presencia se siente mucho antes de verla. Las ondanadas de calor se notan a más de 100 metros de distancia del río. Acercarse mucho a la lengua de fuego es peligroso, pues las rocas de lava fosilizada que se asientan a su orilla en pueden estar tan calientes que pueden derretirse en cualquier momento. Desde una distancia prudencial, y como adormecido por la alta temperatura, te puedes pasar horas viendo el magma externo en su lentísimo fluir ladera abajo. Parece mentira que algo tan bonito pueda resultar tan peligroso, aunque bien es verdad que en una carrera por la supervivencia cualquiera podría ir más rápido y salir vencedor.

El volcán Pacaya es una ascensión asequible. En su primera parte, el camino tiende a subir rodeado de extensa vegetación, entre las que destacan las palmeras llamadas "pacaya" que dan nombre al volcán. Al final, el paisaje se desertiza y surge el gran cono final, siempre humeante y del que brotan las lenguas de lava. Su ascensión es complicada, pues el único lado factible es una empinada cuesta cuyo suelo está formado por infinitas piedras que mientras asciendes 3 metros te obligan a retroceder 2. Una extenuación soportable por el ansia de poder ver el cráter desde el mismo borde, pero la misión debe ser abortada casi en la cima: un horrible hedor a huevos podridos nos indica que las emisiones de azufre han aumentado y la respiración se vuelve peligrosa. Los volcanes son imprevisibles y no hay que hacerles enfadar.

Volvemos camino atrás, desandando por las rocas volcánicas que los visitantes recolocan para formar palabras o mensajes. Nos acompañan durante todo el día dos niños guatemaltecos, que al comienzo de la subida vendían como bastones palos de un metro de altura (fácilmente cogidos de cualquier rama de árbol) por un quetzal (la moneda nacional, equivalente a menos de 10 céntimos) y que ahora en la bajada se obstinaban por recuperarlos; hay que volver a hacer negocio con los próximos soñadores que quieran ver la lava.

El lago más hermoso del mundo

viernes, 19 de marzo de 2010

Se dice del Lago Atitlán que el escritor británico Aldous Huxley (autor de Un mundo sin fin) lo definió en su día como "el lago más hermoso del mundo". Me ha llamado siempre la atención que se destaque esta frase tan poco original, desde mi punto de vista, pues ciertamente, cualquiera que haya divisado el principal lago de Guatemala podría haberla pronunciado.

Su visión constituye uno de los principales reclamos turísticos del país. Quizás, cuando Huxley lo contempló, no se habían construido todavía los hoteles que resalen en las orillas por encima de la frondosa vegetación que rodea a la gran masa de agua. Pero, aún así, la postal que el lago deja impregnada en nuestra retina es tan indescriptible que ninguna fotografía podría captarla en su totalidad.

El lago, a 1500 metros sobre el nivel del mar, tiene un perímetro de unos 130 kilómetros, rodeado por montañas que lo encajonan entre las que destacan 3 volcanes que superan los 3 kilómetros de altitud: Atitlán, Tolimán y San Pedro. Este encerramiento otorga una quietud extrema a sus aguas de un turquesa inigualable pese a alcanzar en algunos puntos una profundidad de hasta 350 metros.

Algunas pequeñas poblaciones se esparcen salpicadas alrededor del lago. Son la base de operaciones para paseos en barco o bicicleta con los que obtener otros puntos de vista de este lugar. Nosotros, desde Panajachel, disfrutamos de un relajante baño en unas aguas sorprendentemente cálidas, sobre las que curiosamente flotaban pedazos de piedras pómez, provenientes quién sabe de dónde.

Fue una pena despedirse tan pronto del Lago Atitlán. Subiendo colina arriba, desde al autobús se hacía imposible no echar la vista atrás y ver cómo las aguas turquesas se iban tornando moradas conforme el sol se iba ocultando, o no asombrarse de cómo el cielo se teñía de un color anaranjado sobre el que resaltaban en negro las siluetas de los volcanes, o no pensar en cuánta razón tenía Aldous Huxley.

Un museo con premio

sábado, 13 de marzo de 2010

Al hilo de los museos de autor, encontramos en Madrid el de Joaquín Sorolla, que a pesar de ser valenciano, realizó una gran parte de su obra en un edificio de Madrid que hoy se ha reutilizado como expositor de su vida y obra.

Todo un premio para nuestros ojos, el poder estudiar a este autor en las propias salas donde compuso su extensa obra. Así, la estancia donde pintaba se conserva con los muebles, caballetes y pinceles que usaba. Los cuadros demuestran un gran apego a su familia (hay incontables imágenes de su mujer e hijos), al naturismo (muchos ejemplos de jardines; aunque también podríamos meter aquí su gran interés por pintar cuadros de playas) y a las costumbres de la época (interesante comprobar cómo iban las mujeres al mar a primeros del siglo XX); pero sobre todo destaca su uso de la luz: sombras, reflejos y rayos de sol dan una sensación de absoluto realismo al lienzo. En este titulado La bata rosa, las franjas de luz hacen creer que de verdad el sol está entrando en la sala a trazos irregulares.

Otro premio es sentirse como en casa. Sorolla tiene muchas reminiscencias andaluzas; y no sólo porqué muchos de sus jardines representan el Alcázar de Sevilla o la Alhambra de Granada. El jardín de la entrada al museo, el patio andaluz de su casa, los zócalos de estilo mudéjar o la cerámica que decora las estancias... una pizca de arte andaluz a muchos kilómetros de distancia.

Pero sin duda el mejor premio es llegar a casa y poder gritar con satisfacción: "Hoy he visitado el museo Sorolla"...