Paseos de mar

sábado, 20 de agosto de 2011

Algo tiene el mar. Toda ciudad bañada por sus aguas es especial, es una sensación difícil de explicar tiene mucho que ver con la paz, el sosiego y la tranquilidad. Pasear junto al mar es un lujo que los que tenemos la oportunidad de hacerlo a diario no valoramos lo suficiente. Pero hay paseos y paseos. Hay ciudades que han levantado paseos marítimos, expresión que no puedo evitar asociar a la playa explotada urbanísticamente, al turismo dominguero de chiringuitos y neveritas azules, y al enlosado de colores con barandilla de piedra blanca. Yo prefiero los paseos de mar.

Hay ciudades que han preferido respetar el mar, y sus particulares orografías han propiciado paseos inolvidables. En Santander, la península de la Magdalena es un enclave único, otrora residencia vacacional (en verano) de la familia real y hoy espacio de esparcimiento para los santanderinos. En su pequeña colina plagada de pinos, es un lugar ideal para pasear en bicileta o hacer footing con el azul del mar siempre de fondo, para descansar en su silenciosa playa o para admirar toda la ciudad desde un mirador de excepción.

En La Coruña, la protagonista es la Torre de Hércules, el faro que guía a los barcos para que no encallen en la cabeza del martillo que forma la península coruñesa. En el paseo junto al faro romano mejor conservado del mundo se pueden sentir las olas del mar rompiendo contra las rocas mientras descansas sobre un saliente del terreno, o se puede caminar entre las obras escultóricas del museo al aire libre. La imaginación es libre para disfrutar de este enclave privilegiado, sobre todo con la luz del final del día en la puesta de sol. Pero nada de paseos marítimos. Mejor desde paseos de mar.


Espectador privilegiado

martes, 16 de agosto de 2011

Desde mi torre, a 60 metros de altura, sentado en mi privilegiada atalaya, veo como los fuegos incendian Elche. Fuegos intencionados, ensordecedores, que dan color a la oscura noche y que, como es habitual en la Comunitat, son sinónimo de fiesta. En Elche anuncian la Nit de l'Albà, que significa paradójicamente La Noche del Amanecer, pues dan tanta luz al firmamento como si el sol hubiese adelantado varias horas su salida.

Las fiestas de Elche concluyen el día 15 de agosto, el día en el que, según la tradición, la virgen ascendió a los cielos. Los ilicitanos, en honor a su patrona la Virgen de la Asunción, vienen celebrando desde tiempo inmemorial una obra religiosa conocida como El Misteri d'Elx, que por su importancia histórica y escenográfica, de carácter único en el mundo, fue declarada en 2001 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco

El Misteri, escenificado dentro de la Basílica de Santa María, escenifica en dos actos la muerte de la virgen y su posterior entierro, asunción y coronación. Todos los personajes, según una absurda tradición, son hombres: incluso el papel de virgen está interpretado incomprensiblemente por un niño. Pequeños y adultos se coordinan a la perfección en un relato coral y cantado, voces extraordinarias que aprovechan la magnífica acústica de la iglesia para cantar un texto escrito casi íntegramente en valenciano y que sería imposible seguir sin la guía (y el abanico) que te dan a la entrada:



El Misteri se resuelve, para decepción de la inspectora Laura Lebrer, sin ningún tipo de suspense; aunque, propiamente hablando, sí hay un suspense, que es sin duda la parte más espectacular de la obra: del cielo de la basílica caen de repente, suspendidos en el aire, ángeles que cantan y tocan la guitarra y el arpa, gracias a una obra de ingeniería que desafía las ley de la gravedad. El araceli (que significa "altar del cielo") con los ángeles desciende, toma la virgen y vuelve a ascender para, a varios metros de altura, coronorla como reina de los cielos. También desde mi privilegiada posición siento como la lluvia de oropel inunda la basílica entre los aplausos del público tras la arriesgada maniobra. Y noto como los fuegos artificiales vuelven a retumbar con fuerza. Sinónimo de fiesta.


Desmadre

viernes, 12 de agosto de 2011

Pocas veces tendré la posibilidad de vivir unas fiestas tan desde dentro como estas de La Blanca, en Vitoria. La oportunidad aparece y no se desaprovecha. Ahí me vi, metido de lleno dentro de una cuadrilla, ataviado para la ocasión con el traje típico vitoriano: camisa blanca, pantalón, faja y blusa con los colores de tu cuadrilla, medias blancas por encima y las albarcas, el calzado de cuero y suela plana, tan plana que caminar con ellas supone un tormento que hay que padecer.

El paseíllo de los blusas por el centro de Vitoria es el momento central de las fiestas. La gente sale a la calle para ver desfilar las 30 cuadrillas y a sus respectivas charangas en un camino de ida y vuelta hasta la plaza de toros. Dos paseos, y dos oportunidades para beber y beber, gracias a esa especie de bar móvil, un vehículo mororizado que cada cuadrilla transforma para que le acompañar en su recorrido. Los blusas tienen carta blanca para hacer casi de todo: al ritmo de la música charanguera, bailan y cantan, saltan y se desmadran, corren y reparten tetatinas, y beben y beben a un ritmo ya difícil de seguir. Todo sea por olvidar el dolor de pies.

Los blusas son el epicentro de una fiesta que comienza el 4 de agosto, con la bajada del Celedón, un muñeco que representa a un aldeano vitoriano sosteniendo un paraguas, y que cual Mary Poppins cruza la plaza ante el jolgorio de los presentes. Los vitorianos se ponen al cuello ese día el pañuelo azul y blanco, y ya no se lo quitarán hasta el 9, cuando acaban las fiestas con el viaje de vuelta del Celedón.

Cursiva
Las fiestas del norte son muy diferentes a las del sur. En Vitoria, el gentío invade unas calles que rebosan actividad. Son fiestas muy campechanas, con 4 conciertos al día, degustaciones de pinchos, desfiles de cabezudos y competiciones de todo tipo. Sin duda, las más llamativas las de los tradicionales deportes rurales vascos, que han convertido oficios campestres de toda la vida en auténticas competiciones. Levantadores de yunques o de fardos de paja, carreras de traineras, recogedores de mazorcas, los clásicos levantadores de piedras y los aizkolaris que cortan un tronco con hacha en apenas unos segundos, espectáculos callejeros para el deleite de un público que no para de decir:
¡Aupa!