Argentina Express

martes, 31 de enero de 2012

Argentina Express, comienza la aventura de 3 viajeros por un inmenso país-continente, un recorrido de ida y vuelta por Iguazú, el clamor de unas cataratas espectaculares; Ushuaia, la ciudad más austral del mundo; Calafate, desde la cumbre del Fitz Roy hasta la magia del Perito Moreno; Península Valdés, el paraíso de las ballenas; y finalmente Buenos Aires, culmen del viaje en el kilómetro 0. La aventura por el fin del mundo está a punto de comenzar. Arranca Argentina Express.



Argentina es gigantesco, descomunal, inalcanzable... todos los adjetivos son igual de descriptivos de un país que es un continente, en el que lo mismo pasas del desierto a la selva que del bosque andino al hielo. Ante tanta grandeza, desplazarse es un problema. Y si es con Aerolíneas Argentinas, el problema se convierte en accidente o ghymkana, según como te lo tomes. Una compañía aérea en la que los retrasos de un mínimo de dos horas es lo normal, cuando no es que te adelantan el horario del vuelo y no te avisan, o no son los paros del servicio ya sea del de catering o de pilotos. Volviendo de Iguazú, a nosotros nos tocó el de los controladores aéreos. Nuestro vuelo a Ushuaia cancelado, el nuestro y todos los demás. Absoluto caos en al Aeroparque, miles de damnificados y colas de infinitas horas a la espera de una solución que en realidad no existe.

A las tantas de la madrugada, después de que comunicasen todas nuestras llamadas al teléfono de atención al cliente, conseguimos un vuelo para 3 días después pero al Calafate, lo que supondría la ruina de nuestro itinerario. Milagrosamente, unos españoles que se conviertieron en nuestros mejores amigos del viaje, dieron tanto tanto la tabarra que regresaron con unos pasajes para el primer vuelo de la mañana hacia Ushuaia. Aún no sé cómo los consiguieron, pero aprendí la importantísima lección de que en Argentina, el que se queda quieto no consigue nada, sin embargo el que se mueve puede obtener casi lo que quiera. Nada más y nada menos que 18 horas después de haber llegado y de estar confinados en el Aeroparque, nuestro vuelo partía hacia el fin del mundo, aunque antes de partir tuvimos otra sorpresita de Aerolíneas: a Fran le otorgaron un asiento que no existía. El colmo de esta compañía es que, incluso con este caos, el avión tenía asientos vacíos que podían haber sido utilizados por otros. Aunque en Argentina poco nos sorprendía ya.

Después de nuestros magníficos días en Ushuaia, tocaba de nuevo desplazarse al aeropuerto, ya preparados para esperarnos cualquier problema que yo ya me tomaba como ghymkana. Y no me equivocaba: en facturación la amable encargada nos comunica que todas nuestras reservas han sido anuladas por la compañía (nos quedaban 3 vuelos más), así sin más motivo que al no haber cogido finalmente aquel avión que nos reservaron por teléfono hacia el Calafate (¡porque nos habían dado otro anterior a Ushuaia!) el sistema entiende que anulamos todo lo posterior. Nuestro estupor inicial no es nada con lo que pasó después: después de conseguir que nos reubicaran en esos mismos aviones que ya no teníamos reservados (aunque en uno de ellos no había sitio para uno de los 3, pero tras mucho protestar le metieron en clase business), resulta que nuestro vuelo se retrasa, primero 3 horas, luego 5... hasta que finalmente se cancela.

Llegaba el momento de poner en práctica la leccion que habíamos aprendido. Sabíamos por nuestros mejores amigos, también afectados por retrasos, que en 30 minutos salía un avión al Calafate, nuestro siguiente destino, y estábamos decididos a subirnos a él como fuese. Divididos por zonas del aeropuerto, uno en la oficina de Aerolíneas, otros en facturación, hicimos bien en no creernos la mentira de que ese avión estaba lleno. Insistimos en hablar con la encargada y al poco salió proponiendo a viva voz asientos libres para el Calafate. La suerte y el buen hacer de estar allí los primeros nos hicieron conseguir 3 pasajes. Pero quedaban pocos minutos para la salida, así que había que actuar rápido: confiamos en un empleado al que tras describirle los colores de nuestras mochilas (que ya estaban facturadas) nos dijo que las metería en este nuevo vuelo, y partimos hacia el control de seguridad corriendo por el hall, donde se nos presentó un nuevo obstáculo: había que pagar unas tasas de salida que desconocíamos. Vuelta corriendo para abajo, pago de tasas al precio que fuera ya nos daba igual, y carrera vertiginosa para entrar al avión escasos minutos antes del despegue. Vuelvo a sudar de sólo pensarlo otra vez, pero nueva etapa de Argentina Express superada.

En el Calafate, tras la agradable e inesperada sorpresa de ver aparecer nuestras mochilas por la cinta, nos despedimos de nuestros mejores amigos, el talismán que hasta entonces nunca nos había fallado. El Perito Moreno y las cumbres nevadas del Chaltén nos maravillaron pero no ocultaron nuestro temor a los aeropuertos argentinos. El siguiente vuelo a Trelew no tuvo más novedad que el clásico y ya asimilado retraso, y disfrutamos del espectáculo de las ballenas en Península Valdéis y los pingüinos de Punta Tombo a bordo de nuestro vehículo de alquiler por carreteras de ripio y por esas interminables carreteras argentinas de dos únicos carrilles y siempre rectas que no tienen fin y por las que el miedo a un accidente por adelantos kamikaze está siempre presente. En verdad, entiendo que si los argentinos tienen que desplazarse mil kilómetros para ir de una ciudad a otra, por un paisaje patagónico monótamente llano y sin apenas accidentes en el terreno, tiendan a ir a más de los permitidos 110 km/h, aunque el entenderlo no me haya evitado el llevarme más de un susto.

De vuelta al aeropuerto de Trelew, esa nube de polvo que se vislumbraba sobre el recinto aeronáutico no hacía presagiar nada bueno. Efectivamente, el hall de entradas está vacío y al hombre al que le devolvemos las llaves del coche confirma nuestras sospechas: todos los vuelos del aeropuerto han sido cancelados, esta vez por una razón nueva que hasta ahora no habíamos sufrido: las cenizas volcánicas de un volcán en Chile se desplazan por el aire hasta Argentina y, a pesar de ser noviembre y el problema haber comenzado en marzo, y a pesar de que Chile está en la otra punta a más de 2000 kilómetros de la costa Atlántica donde nos encontrábamos, nos quedábamos definitivamente en tierra. Se notaba que el talismán de nuestros mejores amigos ya no estaba con nosotros.

La ghymkana se complicaba porque quedaban pocos días para el viaje de vuelta a España y había que llegar como fuera a Buenos Aires. Después de que Aerolíneas no nos pagase ni alojamiento para esa noche ni un medio para desplazarnos a la capital, tuvimos que recurrir al medio de transporte que nos faltaba: los famosos autobuses de larga distancia argentinos. Nos quedaban nada más y nada menos que 20 horas y 1500 kilómetros de camino por delante, afortunadamente en vehículos perfectamente preparados con asientos reclinables hasta casi la horizontalidad plena, con un camarero con pajarita que nos servía desayunos, comidas, cenas (todo siempre con alfajores, como no podía ser de otro modo) y hasta copitas de whisky por la noche (camarero que por cierto nunca varió su impoluto aspecto en el casi día entero de viaje) hasta que finalmente logramos alcanzar Buenos Aires.

Nos quedaban menos de 24 horas para regresar a España, pero aún teníamos una misión que cumplir para alcanzar nuestro objetivo: la meta de Argentina Express era el kilómetro 0 del que parten todas las carreteras nacionales del país, hito que dentro de la inmensa urbe de 15 millones de habitantes no sabíamos dónde se encontraba, pero ni nosotros ni ningún porteño. Ahí comprobé lo poco fiables que son las indicaciones para encontrar direcciones: "sí, eso está allá por Congreso, no, no, seguro que en la Casa Rosada, justo delante...". Tras miles de vueltas, y casi despesperado en la Plaza del Congreso, recorrida de cabo a rabo y de arriba abajo, y tras muchas preguntas con respuestas equivocadas, el kilómetro 0 apareció allí, en un hito blanco que para mí suponía un hito mucho mayor: el final de una de las mayores aventuras de mi vida.


24 horas de sol

viernes, 27 de enero de 2012

Finlandia es un país extraño. Llamativo como pocos por su etimología, donde el mundo acaba siempre ha sido un lugar desconocido pero de idealizada belleza para aventureros que sueñan con experimentar esos contrastes climáticos que, por mor de su posición en el globo a pocos grados del Polo Norte (la villa de Nuorgam tiene latitud 70º), provocan inviernos de oscuridad total en las que no hay sol pero sí auroras boreales, y veranos de luz 24 horas. En mi visita al sur del país en junio, muy cercana al sol de medianoche, el día nunca llegaba a desaparecer, la claridad dejaba de ser tan clara a las doce y media y tan sólo durante 3 horas, y mi biorritmo experimentó esa insólita sensación de descontrol horario por nunca ser consciente de en qué parte del día vivíamos.

Tal singular condición afecta, y mucho, a la personalidad de los finlandeses, pocos y aislados en un país inmenso; el apenas ver el sol durante seis meses perjudica seriamente la salud, y de hecho Finlandia es uno de los países el mundo con mayor tasa de suicidios. Puede ser también por este motivo que los finlandeses sean la gente más estrafalaria que he visto en mi vida, luciendo pintas en las que cualquier cosa, cuanto más diferente mejor, vale: vestidos chillones mezclado con gótico, cabellos rapados y con mechas, zapatos con forma de conejito y mil variaciones más, todo depende de la imaginación que le eches. En este arte de destacar, los finlandeses son amantes del Heavy, cuanto más metal mejor, y se sienten muy orgullosos de que los monstruos de Lordi ganaran Eurovisión en 2006. Sin embargo, en general son muy cerrados, tienen fama de antipáticos e inhospitalarios, y están generando un sentimiento nacional muy fuerte que se refleja en las urnas con el ascenso vertiginoso de los extremistas de derecha llamado Verdaderos Finlandeses, muy críticos con las ideas europeistas del resto del continente. ¿Representan el fin de la Unión?

Por lo demás, los finlandeses son gente tranquila que disfrutan haciendo siempre las mismas cosas en un país que invita a ello por su hermosa monotonía. El paisaje en Finlandia no cambia un ápice según te desplazas en vehículo a no más de 80 por hora (prohibido ir a más), son ciudades pequeñas y vacías entre un eterno bosque de coníferas siempre salpicados por sus más de 188.000 lagos, bosques y lagos en los que siempre hay casas de campo en las que siempre hay finlandeses de fin de semana que siempre pasan su tiempo pescando y tomando una sauna. No busques emociones extremas en Finlandia, pero sí un paraíso natural y remanso de paz. Eso sí, supongo que en verano, cuando haga sol.

Amigos por el mundo

martes, 17 de enero de 2012

Hay quien me llama gorrón por planificar mis viajes para ir a visitar a amigos esparcidos por el mundo y aprovechar del algún modo su alojamiento. A lo que yo siempre les respondo lo mismo: visitar a un amigo es la mejor forma de viajar. Y no sólo por ver a alguien que está lejos y con el que mantener el contacto es más difícil; sino porque mola conocer cómo tu amigo vive en su nuevo entorno, y porque sin duda nadie te puede explicar mejor un lugar para ti desconocido que alguien que vive allí.

Anda que no ocurre veces que vuelves de un viaje y te enteras que te has perdido cosas por que simplemente no sabías que estaban allí. Al hilo de la proliferación de los programas de españoles que han emigrado al extranjero y nos enseñan su nuevo hábitat, ese amigo al que visitas no sólo te enseña lo más bonito del lugar, sino que te transmite con entusiasmo lo que para él es más importante, por muy nimio que sea el detalle, entusiasmo que se contagia fácilmente.

Gracias a todos ellos, el año pasado fue muy especial, en el que tuve la oportunidad de conquistar islas desiertas, sumergirme en aguas turquesas para ver coral, flotar en globo viendo rocas con formas increíbles o hacer footing en la playa más famosa del mundo, junto a miles de detalles más que difícilmente olvidaré. Amigos por el mundo, ya sabéis, tenéis casa en Alicante.

Mi isla desierta

lunes, 16 de enero de 2012

Nunca imaginé que la primera vez que iba a estar en una isla desierta iba a ser en Finlandia, pero no es mal sitio porque allí hay donde escoger. En el país de los miles de lagos hay millones de islas que salpican el monótono paisaje de un país sin montañas; para elegir mi isla, me embarqué (nunca mejor dicho) en una aventura para darle un poco más de interés.

El Parque Nacional de Linnansaari es un entorno único en el mundo, formado por el gigantesco lago Haukivesi y cientos de islas todas iguales en apariencia y población. La mejor forma de recorrerlo es en bote, bien cargado de combustible y equipo para el frío, la comunicación y la orientación. Nosotros, sin ir sobrados de lo primero, íbamos totalmente faltos de lo segundo. De esta forma teníamos que atravesar todo el lago desde la población de Oravi hasta Porosalmi, donde teníamos el coche. La cosa se pone emocionante.

Con nuestra barca y unas primeras nociones guepardiles de pilotaje empezamos a cruzar el lago y admirar su belleza, islas que son bosques de coníferas sobre un agua azul en la que si hay suerte se puede uno topar con la foca anillada de Saimaa que en su día quedó encerrada en estas aguas dulces. Sin móvil, brújula ni GPS, nuestra única ayuda es un rudimentario mapa en el que dibujadas todas las islas son diferentes, pero que levantando la vista todas son absolutamente idénticas.

Con la inseguridad de no saber por dónde vamos, decidimos conquistar una de esas islas por las que nadie, o al menos eso quiere pensar mi fantasía, ha pisado. Quién sabe, igual toca guarecerse por si no encontramos la ruta de vuelta. Con el motor apagado y remando los últimos metros, atracamos en una improvisado puerto de piedras. Y comienza la exploración. La isla parece perfecta para comenzar una vida; tiene reservas de agua potable del lago, mucha madera para construcciones y un tamaño ideal para una estancia prolongada. Las hormigas rojas nos dan la bienvenida, mientras subimos a la montañita que toda isla desierta debe tener. Desde allí, las vistas del lago y de las islas vecinas son magníficas.

Además, descubrimos que en este idílico lugar también hay una especie de playa, y mientras continuamos dando la vuelta no paro de pensar en cuentos y películas en los que los naúfragos tienen que buscarse la vida por ellos mismos. Alejado de toda civilización, con sus pros y sus contras, quizás una vida de retiro tampoco esté tan mal. De hecho, así empezamos hace miles de años.

Volvemos al puerto y tras un bañito en el frío lago toca emprender el camino de regreso. La vista atrás me empequeñece poco a poco esa que por un rato fue Mi isla, esa que siempre soñé que algún día conquistaría y que nunca olvidaré. Por delante, otros miles de islas, quién sabe si nunca pisadas como la mía, entre las cuales hay que desenvolverse para llegar a tierra firme antes de que anochezca y nos perdamos de verdad. Por supuesto, llegamos al lugar equivocado y, gracias al típico finlandés de fin de semana en el campo, conseguimos dar marcha atrás y llegar al punto donde teníamos nuestro coche. Pero no me hubiera importado volver un poco más y pasar una noche en un lugar único a la luz de la luna junto a algunas hormigas rojas.

Los españolitos hacemos por una vez algo a la vez

domingo, 1 de enero de 2012

Podemos ser de izquierdas o de derechas, del Betis o del Sevilla, o detractores o benefactores de Tele5; pero si hay algo en lo que los españolitos nos pondremos siempre de acuerdo es que cada vez que cambiamos de año todos nos tomamos a la vez nuestras 12 uvas, tradición más santa y venerada que tomar una Cruzcampo fresquita en verano. Nunca fallamos, y estemos en el lugar del mundo en el que nos encontremos, siempre buscaremos una docena de uvas para compartir ese momento en el que toda la nación hace lo mismo al mismo tiempo.

Este año ha sido la primera vez que he vivido la experiencia de tomarlas en la calle; no era la Puerta del Sol, pero allí estábamos en la plaza del ayuntamiento de Alicante con nuestro kit completo de uvas, champán y bolsa de cotillón. Nunca había compartido el ritual de tomar las uvas rodeado de tanta gente, y digo ritual porque los patrones se comparten por todos: los nervios en los últimos 5 minutos, el típico que les quita las pepitas, quien empieza antes de tiempo, y el que se hace siempre un quilombo por esos liantes cuartos que dan un poco más de emoción.

Además, en la plaza del ayuntamiento había el inconveniente añadido del bajo volumen de las campanadas, que añadió una pizca más de desconcierto pero no evitó que saltase el júbilo por comenzar un nuevo año. Y no está mal hacerlo en Alicante, provincia que impulsó esta tradición allá por 1909, cuando, debido a un excedente en la producción de uvas de ese otoño, los agricultores decidieron darles salida promocionando esta toma masiva al acabar el año. Desde entonces, las uvas de Alicante siguen siendo las que nutren todos los hogares españoles en las Nocheviejas, en una costumbre que, por original y divertida, se está extendiendo allende de nuestras fronteras.