El misterio de Alicante

martes, 28 de diciembre de 2010

En Alicante, como en Elche, también hay un misterio sin resolver. Un misterio que nos situa en el corazón de la ciudad, donde hay un monte y en el monte un castillo y en el castillo una roca sobre la que se perfila una intrigante cara, una cara en la que se distinguen perfectamente una boca, una nariz respingona y unos ojos tristes bajo una especie de turbante mimético con la caliza. ¿A quién pertenece esta tez amarillácea que todos los alicantinos conocen como "la cara del moro"?

La historia que no es leyenda nos dice que en España, hace muchos años, los árabes dominaron nuestro vasto territorio; y la leyenda que no es historia nos particulariza que en Alicante, por aquella vasta época, gobernaba un rey musulmán (que no de bastos), que como todos los reyes de las fábulas tenía una bella hija, y que como todas las bellas hijas estaba soltera. Esta bella hija soltera hizo bueno el dicho de que los designios del amor son caprichosos, y como en amores imposibles los cuentos no escatiman, la bella hija soltera quedó prendada de un apuesto príncipe cristiano cuyo padre rivalizaba con el de la joven árabe. Rivalidades familiares, políticas y religiosas que forzaron una relación apasionada de encuentros clandestinos por los pasadizos secretos del castillo que conducen a la playa hasta que, como era inevitable en toda buena leyenda, el rey musulmán descubrió la traición y mandó apresar y sacrificar al amante de su hija.

La tristeza que invadió a la joven árabe hizo que su padre rey concediese una última oportunidad al príncipe cristiano: si al día siguiente la medina aparecía cubierta de nieve (apostar por que Alicante no aparecerá nevado es sin duda hacerlo a caballo ganador), el joven sería perdonado. La bella hija soltera imploró porque el milagro sucediera y al día siguiente, al alba, la ciudad apareció cubierta de un precioso manto blanco. Pero el rey árabe no tuvo piedad y el príncipe cristiano amaneció ahorcado. El milagro no fue tal pues donde la joven musulmana creyó ver nieve no fueron copos sino las copas de los cerezos de las que brotaron sus blancas flores. Pero la joven ciega de amor intentó salvar a su amado dando un salto hasta abrazarlo que finalmente fue un salto al vacío, por el acantalido del castillo; el padre rey, intentando rescatar a su bella hija abrumado por la idea de perderla, también tropezó y cayó ladera abajo. La misma ladera donde, castigado por su indulgencia, el rey fue condenado a tallar su faz en la roca con expresión triste y de llanto, para que todos los alicantinos contemplaran su dolor que perdurará para siempre.

Hoy la cara del moro es perfectamente reconocible, convertida en símbolo de Alicante incluso en el escudo de la ciudad. Grabada sobre el monte Benacantil a 166 metros de altura donde aún se conserva el Castillo de Santa Barbara, antes musulmán y llamado ahora así por ser conquistado por Jaime I el día de la santa. El castillo es el monumento más destacado y desde su cima se observan las mejores vistas de Alicante, con la playa del Postiguet a sus pies, la misma playa donde la joven árabe y el príncipe cristiano vivieron una leyenda de amor fugitivo.

Stop

jueves, 16 de diciembre de 2010

Después del letargo vuelven a abrirse los ojos de Lince para contar nuevas historias, ahora sobre Alicante, donde todo marcha sobre ruedas, aunque no precisamente muy rápido. Y lo expreso con toda la literalidad que puedo, pues lo primero que me llamó la atención de esta ciudad es lo que tardan en abrirse los semáforos.

Ya sé que parece un tema un poco banal, pero se me hacía tan largo esperar a que el rojo se cambiase al tan ansiado verde que la curiosidad me empezó a picar: ¿el haber vivido en Madrid me habrá hecho volverme más impaciente? No creo; desde luego, lo que no es normal que el 10% del tiempo total que tardo en ir a mi trabajo lo emplee parado en el semáforo de mi calle.

En seguida los alicantinos comenzaron a darme la razón. En la ciudad hay una obsesión por no conducir a gran velocidad. Las calles se llenan de resaltos de esos que destrozan los ejes de las ruedas, y ya en Radio Nou he oído algún debate sobre el excesivo parque de semáforos de la ciudad. Nada como estar parado en una avenida esperando y esperando a que no pase ningún peatón con tu semáfoto en rojo para darles la razón a los contertulios. ¿No han inventado el botoncito?

Con estas premisas, no me pareció nada raro que pillaran al pobre Drenthe a 160 km/h cruzándose la ciudad por le paseo del puerto; un ataque de desesperación para saltarse los semáforos en rojo. Pero mejor me dejo de imitar el modelo Drenthe: prefiero esperar pacientemente y disfrutar de la sorprendente Alicante y de las virtudes que poco a poco comenzaré a relatar.