Acho, ¡qué precios!

domingo, 29 de junio de 2008

Una vez, un compañero le quería indicar a un amigo de Cáceres dónde se encontraba el hotel en el que nos hospedábamos para hacernos una visita. Cuando le indicamos que dormíamos en el Hotel Iberia, se quedó igual que si no le hubiéramos dicho nada. Pero enseguida reaccionó cuando le añadimos nos encontrábamos enfrente del Franki. "Ya sé dónde está", nos respondió. En otra ocasión, un viejito se puso malo y tuvimos que llevarlo en taxi al hospital. El taxista también desconocía donde se ubicaba el hotel, y de nuevo, recurriendo al comodín del Franki, acertó a recogernos.

Y es que el Franki es todo un referente en Cáceres. No se trata sólo de una simple tienda de ropa; es, sin duda, la tienda de ropa más barata que he visto en mi vida. Allí, dispuesta en pasillos como si un mercadillo fuese, se puede encontrar de todo a unos precios difíciles de creer. Pijamas a dos euros, pantalones a 5 euros, lotes de calcetines o calzoncillos a un euro... Y es que es tan barato que hasta yo he sucumbido: unas chanclas, 1,80.

El Franki siempre está lleno de gente que revolotea todo lo que encuentra a su paso. Es el paraíso de mis viejitos, el lugar ideal donde comprar un detallito gastando poco, y me divierte ver cómo miran una y otra vez el escaparate cada vez que pasan a su lado, o cómo, todos los días antes de que abran, a eso de las 10, ya hay alguno esperando en la puerta para entrar los primeros.

Es un espectáculo digno de ver y es fácil encontrarlo. Si no se sabe dónde está, basta con llamar a un taxi y decir: "Quiero ir al Franki".

En Monfragüe, buitres negros

jueves, 26 de junio de 2008

Fue Extremoduro, hace ya muchos años, quien me enseñó que Monfragüe era un parque natural con abundancia del buitre negro, esa especie que, como muchas otras en el mundo, está poco a poco extinguiéndose. En uno de mis trayectos en bus al parque leí con agrado en la revista National Geographic de marzo que los buitres negros han pasado de contar con 200 parejas hace 30 años, a las casi 2000 parejas actuales, que garantizan la superviviencia de la especie en un futuro a medio plazo.

Era sin duda una buena noticia. Sin embargo, en el centro de interpretación del parque (que desde marzo de 2007 ha subido a la categoría de Parque Nacional) nos comentaron que en nuestra excursión difícilmente veríamos a estas gigantescas aves, las mayores del país (su envergadura alar puede alcanzar más de 3 metros), puesto que suelen anidar en árboles y nosotros iríamos a ver el mirador del Salto del gitano (un gran cortado de piedra) donde se asientan otras especies diferentes, como los buitres leonados, los alimoches o la cigüeña negra, de la que quedan apenan 30 parejas.

El salto del gitano es una formación natural espectacular. Un gran bloque de piedra separado de otro más pequeño por las aguas del río Tajo, que como casi siempre en estos casos de pie a numerosas leyendas, como la que habla de un gitano que, siendo perseguido por la policía, llegó a la cima de la montaña y se paró a los pies del acantilado mirando desde el infinito al río. Al poco llegó la policía que, con gran asombro, no encontró a nadie, por lo que dedujo que el gitano había saltado desde allí y había desaparecido. Se cuenta que el gitano logró escapar, lo que no se sabe es si del brinco consiguió llegar al otro lado.

La sensación en el mirador es espectacular, con cientos de aves a un ritmo continuo saliendo de los agujeros de la roca y sobrevolando a escasos metros por encima de nuestras cabezas, en círculos como buscando alguna carroña. Alguno de mis viejitos pasó verdadero pavor pensando en que los buitres se pensaran que, al ver tanto pellejo, ya alguno hubiera estirado la pata. Tuvimos suerte de coincidir con personal del parque que estaba haciendo observaciones de la fauna, y que amablemente nos permitieron usar su telescopio para ver más de cerca qué estaba pasando en la gran roca. Sólo así pude tener la satisfacción de contemplar una cigüeña negra dando de comer tranquilamente en su nido a sus crías (esperemos que aumente la población pronto). Me sentí afortunado pues, al final, algo negro pude ver.

Una gran desconocida

martes, 24 de junio de 2008

¿Qué tendrá Cáceres, que desde que la conocí hace dos años con Carlos, he repetido visita 4 veces más trabajando con mis viejitos y aún sigo teniendo ganas y planes de volver? Si Cáceres no lo conoce nadie...

Eso es lo extraño, y quizás lo mejor de todo. Su nombre no suena a capital con un gran atractivo turístico, pero, sin embargo, es una de las ciudades más bonitas de toda España. Por su casco histórico todo son monumentos (de hecho, está considerado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco). Sus callejuelas jalonadas de esbeltos edificios de piedra con escudos blasonados te hacen retrotaerte a la época medieval. Y de noche, la sensación se acrecienta aún más.

Pero Cáceres no es sólo sus monumentos. Es una ciudad pequeña (apenas 80 mil habitantes) y muy tranquila, donde puedo afirmar que he estado viviendo una temporadita y donde me he sentido comodísimo. Toda la gente que he conocido allí son personas increíbles, siempre dispuestas a ayudar en todo lo que pueden.

Pasear por la ciudad es una gozada, escuchando cómo las miles de cigüeñas que anidan en los tejados chocan sus picos continuamente, o parando a comprar cerezas del Jerte para ir picoteándolas por el camino. Y aún me queda conocer sus fiestas, como el Womad o la feria, de las que hablan maravillas y siempre me han sido esquivas por poquito (casi todas son entre mayo y junio). Son algunos de los planes que están pendientes para la próxima vez.

Aunque, si, como desea, es escogida como Ciudad Europea de la Cultura en 2016, quizás deje de ser tan desconocida. Aún queda mucho para eso y puedo hacer muchas más visitas antes. Dicen que en 2012 abren aeropuerto... quién sabe.

La familia Krammer

lunes, 23 de junio de 2008


Cuando uno piensa en la personalidad de los alemanes, es fácil caer en el tópico de su forma de pensar cuadriculada y su seriedad. Mi experiencia de convivir un mes con una familia germana me ha permitido comprobar que, en parte, hay bastante de razón en ello.

Los Krammer me sorprendieron desde el principio, pues no me pareció nada normal encontrarme un gorro cordobés colgado en la pared del que iba a ser mi cuarto debido a que el padre, que en verdad es italiano, es un enamorado del Rocío. Y a los 10 minutos ya me estaban invitando a una cerveza de medio litro. Respondían a un modelo de familia perfecta: vivían en una barriada residencial al estilo Wisteria Lane (donde la gente pasea y hace footing a todas horas), y todos tenían una agenda diaria pluriocupada. El padre, tiene dos trabajos; la madre, tres, canta en un coro Gospell y saca tiempo para hacer escalada; la hija mayor, Lisa, canta en un grupo de rock, toca el piano y la guitarra y también escala; el hijo mediano, Gianlukas, escala y arregla ordenadores; y el hijo menor, Niko, toca el clarinete.

Con tanta actividad, me resultó curioso que en la cocina tuvieran un horario donde cada uno apuntaba qué tenía que hacer en ese día, sobre la base de lo cual decidían la hora a la que cenaban (¡algún día a las 5 y media de la tarde!). Y, como nunca estaban todos en casa a la vez, no pude hacer una foto de todos ellos juntos (que hubiera caido seguro en el blog).

Además, tenían unos roles muy marcados. Así, los hijos eran los que reparaban los muebles, pintaban los cuartos o cocinaban el fin de semana. Y había una serie de reglas que tenía que acatar pese a que en ocasiones resultaban un tanto absurdas. Por ejemplo, en el cuarto de baño siempre tenía que usar el water sentado (con un gracioso dibujo que lo explicaba) o tenía que dejar siempre la tapa levantada (para que cualquiera de sus tres gatos pudiese beber agua siempre que quisiera); o, para echarme desodorante, tenía que salir fuera al jardín (porque la madre era alérgica).

Por suerte, conocí a otros alemanes que se salían de este tópico, y que me comentaron que no todo el mundo era como mi familia. La verdad es que tanta norma intimidaba, pero en el fondo me trataton muy bien y siempre se lo agradeceré, pues me dieron la oportunidad de conocerlos y poder comprobar eso que se piensa de la personalidad de los alemanes por mi mismo.

La estrella de tres puntas

viernes, 13 de junio de 2008


Tenía ganas de inaugurar la etiqueta "Museos" en mi blog, y no se me ocurre mejor inicio que el que se enmarca dentro del vanguardista edificio de la fotografía. Se trata del museo de Mercedes-Benz, en Stuttgart, la capital mundial del automóvil (porque además de estar por todas partes inundada por el símbolo de la estrella de tres puntas, también ostenta la fabricación de los Porshe). Más que un museo de una marca de coches concreta, es un repaso a toda la historia de la automoción, desde sus orígenes en 1880 cuando Gottlieb Daimler y Karl Benz, ambos por separado y sin conocerse de nada, inventaron el motor de combustión interna que daba autonomía a los carros tirados por caballos que hasta entonces existían. Curiosamente, Daimler maquinó sus ideas en el barrio donde hoy se ubica el museo.

Personalmente, nunca me ha intesado en exceso el mundo del automóvil ni soy un entendido, pero este museo me fascinó. Por su espectacular diseño exterior y por su contenido. Se empieza por arriba, desde la planta octava, y se va descendiendo por rampas hasta la planta baja siguiendo en la exposición un orden cronológico desde el primer automóvil que se creó hasta los modernos Fórmula 1 (que tan mal augurio le supusieron a Fernando Alonso el año pasado).

Los diseños antiguos son fascinantes, por su simplicidad y belleza. Según se avanza en el tiempo, los coches van adaptando formas más parecidas a las actuales, con ruedas gruesas, puertas y capotas. Los cambios son más faciles de entender cuando se contextualizan en su época, por eso el museo informa con paneles de los hechos históricos más importantes que ocurrieron en el mundo mientras se va cambiando de sala. Por eso me enteré, por ejemplo, de que parte de culpa del "boom" del automóvil vino motivada por la gran oportunidad que le dio la Exposición Universal de París de 1889 para publicitarse (por la que se inauguró también la torre Eiffel); o que ambos inventores fusionaron sus empresas en 1926 para afrontar la crisis económica mundial de los años 20 (aunque Daimler cedió su nombre por el de su hija Mercedes para la nueva marca, que pasó a llamarse Mercedes-Benz).

Hay vehículos de todos los tipos: autobuses, guaguas, ambulancias, camiones, aviones, coches de policía... Para ver completo el museo harían falta al menos 4 horas, aunque es cierto que las últimas salas me interesaron menos, en las que abundan los coches más modernos. Pero todo ese tiempo se queda corto, incluso para mí que como dije no soy un gran fanático. Me acordé mucho de ingenieros como Guepardo o flipados del motor como Lobote, que hubieran disfrutado muchísimo durante esta visita.

El desastre de Ulm

domingo, 8 de junio de 2008

La ciudad de Ulm ha visto nacer a un genio de la física universal: Albert Einstein. Sin embargo, me parece mucho más interesante la historia de Albert Ludwing Berblinger, otro vecino de Ulm que intentó ser un adelantado a su tiempo haciendo posible el sueño humano de volar pero que, al contrario que Einstein, fracasó en su iniciativa.

Berblinger era satre de profesión pero no de vocación: su padre era inventor y desde pequeño se interesó por las posibilidades que le aportaba la mecánica. Su ingenió se demostró pronto cuando fabricó unas prótesis para ayudar a caminar aquellos que les faltaba una pierna. Pero su mayor ambición era la de construir un aparato capaz de volar.

Así, invirtió grandes sumas de dinero en construir su sueño con, según dicen, restos de madera, espinas de pescado, seda y cordones de seda. Su idea se asemejaba a la de los planeadores actuales, que no llevan motor y se deslizan desde una altura determinada hacia la tierra.

Pero el sastre de Ulm desconocía las leyes térmicas que le ayudarían a planear. Por eso, en 1811, con toda la ciudad reunida para contemplar su vuelo, su idea se tornó en desastre y el aparato volador se precipitó desde una altura de 19 metros a las aguas del Danubio. Menos mal que no le dió por tirarse desde lo alto de la torre de la catedral. La popularidad de Berblinger se hundió al mismo tiempo que su invento, y a partir de entonces, sin una clientela que confiase en él, vivió en la miseria y murió pobre.

Un final injusto para un hombre, precursor de la aviación, que intentó sin éxito algo que no consiguieron hasta 92 años después los hermanos Wrigth cuando realizaron el primer vuelo con motor. Alguien que, como calificó Max Eyth en una novela dedicada a su figura, fue "un hombre del siglo veinte que nació demasiado pronto".

A vista de campanario

lunes, 2 de junio de 2008

Uno de nuestros pasatiempos favoritos en Alemania fue el de coleccionar torres de iglesia. Ya fueran protestantes o cristianos (ambas religiones son igualmente seguidas por todo el país), cada templo nos ofrecía una nueva oportunidad de aumentar nuestra colección y de disfrutar de una panorámica sin igual sólo reservada en principio a las aves. Cada subida suponía un nuevo reto, y en cada ciudad nueva que visitábamos la conquista del campanario se convertía casi en una obsesión, tanto más cuanto mayor era la altura.

Munich. En la capital de Baviera no pudimos escalar su majestuosa catedral pero pudimos verla desde la torre de la iglesia de San Pedro, la más antigua de la ciudad. Por su estrechísimo cuerpo ascienden 306 agotadores escalones que nos hicieron jadear al llegar a la cima. Un estrecho pasillo rodea la cúspide y el magnífico día de sol nos permitió ver al sur los Alpes, nevados, formando un interminable telón de fondo blanco. Casi se podían tocas las rojas tejas de la catedral y fuimos testigos de excepción, casi a su ras, de las figuritas de la torre del ayuntamiento, que danzan mecánicamente al ritmo de la música.

Constanza. Limitando con Suiza (sólo hay que cruzar una barrera que por supuesto pasamos) se encuentra esta ciudad que no tiene mar aunque el inmenso lago que la baña dé esa impresión (el lago Constanza es el más grande del país). Desde la torre de su catedral, hecha de una pulcra piedra color gris, fuimos incapaces de poner límite a la parte sureña del lago (que en realidad es un ensanchamiento del río Rin), aunque supusimos que acabaría antes de la cordillera alpina que nuevamente se veía, mucho más cerca que desde Munich. Los edificios, antiguos en su mayoría, tuvieron la suerte de no sufrir las consecuencias de la guerra mundial y se conservan tal cual.

Heidelberg. Su iglesia principal, en el centro de la ciudad, tiene multitud de puestos turísticos en sus bajos. Dedicada al Espíritu Santo, es de carácter protestante y su característico color rojo proviene del material utilizado en su construcción, arenisca roja. Desde la torre vimos que, por su color, el famoso castillo de Heidelberg se construyó con la misma pieda que la iglesia. Al norte fluía el Neckar, de una anchura considerable comparada con la que tiene al pasar por Tübingen. Y al sur, los edificios de la universidad, que han hecho famosa a esta ciudad por ser la primera de todo el país en crear esta institución escolástica en 1386.

Tübingen. Subir a la torre de la Stifskirche fue realmente complicado, y eso que vivíamos allí. No fue hasta el tercer intento cuando el ingreso estaba permitido (aunque luego nos enteramos que sólo abría de viernes a domingo). Es curioso porque la torre está en el frente de la iglesia; sin embargo, el acceso se halla en la parte del altar, al otro lado, por lo que hay que cruzar toda la iglesia por encima y se ven todos sus entresijos. Desde arriba, los triángulos isósceles de los tejados rojos, muy juntitos; el castillo, el ayuntamiento, y el Neckar al sur que seguirá su curso hasta Heidelberg.

Ulm. La subida más esperada de todas: la catedral de Ulm cuenta con la torre eclesiástica más alta del mundo, 161,53 metros. Tardamos más de media hora en subir, con varias paradas ya que no es fácil subir de un tirón 768 escalones. Desde arriba, la vista es realmente impresionante. El Danubio, a sus pies, parece un arroyo; las personas, en la plaza, hormigas; y los coches, Micromachines. Es extraño pensar para qué necesitaría esta ciudad tan pequeña una atalaya tan elevada, aunque quizás sus motivos fueran similares a los de Merthin en Un mundo sin fin.

Friburgo. La última torre que consquistamos fue la de Friburgo, con su catedral cristiana de bella arenisca roja. Como no podía ser menos en la urbe con más horas de sol de Alemania, el despejado día nos obsequió con bonitas vistas del mercado en la plaza (con aires medievales), de los canalillos de agua que corren por las calles, de sus espacios verdes o de sus numerosos tranvías (porque, además, Friburgo es la ciudad más ecológica del país). No logramos llegar a sus 115 metros de altura por obras de restauración; mejor, así volvemos de nuevo.

Sin duda, una colección muy completita que nos permitió desde arriba verlo todo mucho más claro, como dice la canción de Jan Delay (Klar).