La sal de la vida

jueves, 21 de febrero de 2008

Todos diferentes, todos iguales....

Parece mentira, pero en cada encuentro con monitores de la ruta tengo siempre la oportunidad, además de volver a vivir buenos momentos con rostros conocidos, de conocer gente nueva, gente que no había visto antes jamás en mi vida, y con los que sin embargo me une algo.

Ese algo creo que va más allá de la ruta en sí. Por muy diferentes en carácter que seamos, el grupo parece homogéneo en las ganas de divertirse, de disfrutar cada momento, de compartir experiencias nuevas. Pero también en su bondad: gente que da mucho por los demás, espíritu del que todos de algún modo nos contagiamos.

Ese algo no está del todo claro, pero creo que es sentido por todos. Ese algo es el que hace que, pese a no tener confianza o llevarte mucho tiempo sin estar en pleno contacto, puedas pasarte un fin de semana entero pegando pellizcos, jugando a dar mordiscos en la oreja, dando carreras por maravillas del mundo o revolcándote por las montañas sin tapujos. Y es el que hace inolvidable un fin de semana como el de Granada o el que hace desear tener pronto un próximo encuentro.

Ese algo es, quizás, la sal de la vida.

Termae bajo las estrellas

martes, 19 de febrero de 2008

En algún recóndito lugar de Granada, lejos de la civilización y perdido en medio de la nada, se encuentra uno de esos misterios de la naturaleza que aún asombran al artificial mundo de los hombres. Se trata de unas termas naturales (o ter-mae, como a mi me gusta decir por motivos obvios), una pequeña laguna que acoge en su seno agua a una temperatura de, según nuestros poco científicos cálculos, unos 40ºC.

El camino a las termae es difuso, ya que se accede por una vía de tierra sin señalización alguna, sin sendero que seguir y con multitud de bifurcaciones engañosas. Para más inri, durante el trayecto en coche me quedé dormido, con lo cual mi despertar fue aún más enigmático. El oscuro panorama dejaba atisbar unas cuantas furgonetas de hippies aparcadas cerca de una especie de charca con algunas personas dentro. La decisión de desvestirse, a esas horas y en pleno febrero, se antojaba dura. Pero hubo que echarle valor para comprobar si eso que decían sobre las termae era cierto.

Y sí lo era. Nada más poner el pie en el agua me sentí como si entrase en un relajante baño casero. Un cierto tufo nos recordaba a huevos podridos. Pero no se podía esta mejor. Agachados para que el agua nos llegase al cuello y evitar así el frío del ambiente que nos rodeaba, la sensación era muy agradable: debajo de nuestras cabezas, un mar de tranquilidad; por encima, el inmenso universo estrellado que la luna nueva nos permitía admirar. Me costó distinguir si aún estaba soñando en mi letargo del coche o si este lugar era real.

No sabría volver a estas termae. Quizás ni quiera, pues si fueran abiertamente conocidas perderían todo su encanto. Aunque la peor noticia es que, desgraciadamente, se oyen rumores de la explotación comercial de este santuario natural. Espero que no sea así y que este lugar siga siendo por siempre el sueño de una noche de invierno.

La otra ciudad encantada

domingo, 17 de febrero de 2008

Tengo la (buena) costumbre de, al menos una vez al año, ir a Granada. Desde Sevilla el trayecto es corto por autopista (poco más de dos horas y media) con la única dificultad de encontrar el sol de frente tanto a la ida por la mañana como a la vuelta por la tarde. Pero es poco inconveniente comparado con el disfrute de una ciudad que embruja desde el primer instante.

Quizás sea su gente, amable y simpática; o sus tapas, deliciosas, variadas y gratuitas al pedir cualquier bebida; o sus barrios, cuidados y enigmáticos; quizás sean sus monumentos, vestigios de un pasado rico en acontecimientos importantes para la historia; o su naturaleza, de la playa a la nieve en apenas un salto; o tal vez sus tiendas árabes, que retrotaen al zoco de las mezquitas musulmanas...

En Granada todo queda al alcance de la mano. En tan sólo un fin de semana caminamos por unas gargantas naturales, practicamos piragüismo en un pantano cercano, subimos a un mirador donde los restos de una antigua torre vigilan toda la ciudad, disfrutamos de unas termas naturales, paseamos por el barrio del Albaycín, vimos la octava maravilla del mundo y degustamos exquisitas tapas al sol de una terrraza callejera. Las posibilidades son incontables.

De pequeño siempre supuse que el nombre de la ciudad tendría algo que ver con una Gran Hada mágica; ahora estoy convencido de que ese hada existe para mantener el encanto de un lugar incomparable.

Que no se levante

jueves, 14 de febrero de 2008

Los tres últimos días he estado, por así decirlo, viviendo en Cádiz, y he podido comprobar in situ un fenómeno del que había oído hablar mucho pero del que no he sido auténticamente consciente hasta que lo he padecido en persona: el viento de Levante.

No se trata de un viento cualquiera. Supongo que la posición estratégica de la ciudad (a medio camino entre dos mares) influye en las veloces rachas de viento con las que el Levante azota a todo ser u objeto que encuentra a su paso. Cuando el Levante se levanta, pasear por la playa se torna tarea imposible por las continuas sacudidas de arena. En los edificios, los carteles del próximo partido del Cádiz apenas podían aguantar pegados a las paredes que los sostenían. Algún contenedor volcado impedía el paso de las personas por las calles, que a duras penas podían cruzarlas sin tambalearse por la fuerza del aire (sobre todo si eran perpendiculares a la línea de playa debido seguramente a alguna ley física que desconozco) mientras se esforzaban por apartarse el pelo de los ojos para poder llevar un rumbo adecuado. Las hojas de las palmeras perdían su desperdigada forma y apuntaban, como una veleta natural, a la dirección opuesta a la que venían las ráfagas.

Y así un día tras otro durante las 24 horas. Como para no tomárselo a guasa. Estando en Cádiz, mejor que no se levante.

Gracia en la calle

martes, 12 de febrero de 2008

Cuando llega febrero, un pequeño rincón del sur de España se revoluciona. La gente pierde la vergüenza y durante una semana se despreocupa de las superficialidades referentes a su impecable aspecto para liberar su mente de los tapujos de la dictadura de la imagen. Cuando llega el Carnaval, todo el mundo se disfraza en Cádiz. Por las estrechas calles del islote se concentra la mayor cantidad por metro cuadrado del mundo de Spidermans, vaquitas erguidas en dos patas o médicos que no han encontrado una vestimenta con algo más de originalidad. Desde ancianos con su bastón hasta los recién nacidos en sus carritos: nadie se escapa a vestir de forma diferente.

Pero en Cádiz el Carnaval no se vive sólo una semana. Los gaditanos viven su fiesta grande durante todo el año, cuando las agrupaciones empiezan a preparar sus melodías para participar en el concurso o los grupos de amigos empiezan a inventar de qué guisa irán vestidos al año siguiente.

La fiesta comienza el viernes con la final en el Teatro Falla, cuando los coros, chirigotas y cuartetos alcanzan su éxtasis si resultan ganadores. A partir de entonces, la gente se echa a la calle. El sábado la ciudad se abarrota de gente de fuera y a partir del domingo los gaditanos empiezan a disfrutar de su Carnaval. Ese día, los coros que han participado en el concurso zigzaguean en carrusel por las calles montados en bateas (una especie de carroza tirada por un tractor a la que se suben todos los componentes del coro) ofrenciendo a los que quieran escucharlo todo su arte, en forma de cuplés, pasodobles o tanguillos. Lo mejor de todo es que, a diferencia de oirlo por Canal Sur, por la calle las letras se entienden bastante y te hacen descubrir su encanto: no dejan títere con cabeza, y aprovechan cualquier hecho para sacarle la rosca necesaria para sacar una sonrisa. Este año, José Luis Moreno se ha llevado la palma. A menudo las letras son bastante críticas (en el fondo el Carnaval empezó siendo una fiesta pagana), y lo que más me llamó la atención es lo orgulloso que están de su tierra (a pesar de ser muy autocríticos), cómo la defienden y cómo la viven. Los impulsivos aplausos al final de cada canción eran buena muestra de ello, como este cuplé de la Orquesta de Cádiz.



Al margen de los participantes en las rondas del concurso, por la ciudad abundan los conocidos como "ilegales"(chirigotas de barrio) o parejas de amigos o individuos solos (en lo que se conoce como romancero) que, motu propio, elaboran sus propias letras, ensayan por su cuenta y se colocan en su esquina favorita de la ciudad para hacer reír a quién les quiera escuchar. Para mí, ahí radica la magia de esta fiesta. Después de esta visita, entendí con lógica el carácter que tienen los habitantes de esta tierra. Aquí deja una muestra de ello, los simpáticos componentes de la chirigota del Edén disfrazados de Adanes y Evas: 25 años seguidos cantándole a Cádiz.



Carnaval de Cádiz. Mejor fiesta 2008.

Será por el cambio climático...

jueves, 7 de febrero de 2008

Hoy en día, escuchando la radio o leyendo los periódicos, parece que, mal que le pese al primo de Mariano Rajoy, el cambio climático está de actualidad. Lo malo es que parece que es el culpable de muchos de los males de nuestra sociedad. Algo hay, pero a veces se exagera y cualquier fenómeno anormal referente al clima se achaca al famoso cambio. Si hace mucho calor, la culpa es del cambio climático; si sufrimos el invierno más gélido que recordamos, se debe al cambio climático; y si llueve desmesuradamente, algo tendrá que ver el dichoso cambio. Eso nos pasó en Costa Rica.

Según las características del clima tropical, en Costa Rica no hay 4 estaciones, sino sólo dos, una denominada seca y la otra lluviosa. Todos teníamos preparados el bañador, la toalla y la crema solar, pues los 3 meses de estación seca comienzan en diciembre (a partir de marzo comienzan de nuevo las lluvias). Pero nuestro gozó se cayó al pozo, porque, para sorpresa de todos (los primeros los propios ticos) nuestra primera semana en centroamérica la pasamos con la capa de agua siempre lista. Las precipitaciones fueron en ocasiones torrenciales (una manta intensa de veloces gotas que impedía ver y hasta caminar) y las consecuencias nos afectaron de lleno: se suspendió la visita al volcán Arenal por el peligroso estado de sus alrededores y algunas carreteras quedaron desbordadas por la crecida varios de los numerosos ríos que sugieron de repente.

Y por todos los rincones, la culpa de este extraño comportamiento del tiempo recaía en el cambio climático.

Lo que sí se mantuvieron fueron las temperaturas. En este tipo de climas, la amplitud térmica apenas varías un par de grados durante todo el año. Así, aunque lloviese, no hacía frío. La temperatura se mantenía siempre en torno a los 20 grados. Quizás por ello no nos importó nada, en pleno aguacero nocturno, pegarnos una buena ducha al aire libre. De lo más reconfortante.

Por fortuna, la última semana hizo muy buen tiempo, el propio de la época. Pudimos sacar nuestro equipaje veraniego y disfrutar de las playas. En diciembre, desde luego, este clima sí que no lo cambio por nada.

Ofertas a bordo

martes, 5 de febrero de 2008

Coger un bus (o mejor dicho, "tomar", pues "coger" en Hispanoamérica tiene otras connotaciones) es una experiencia muy interesante en Costa Rica. Y no sólo porque sirva para desplazarse por el país a un precio muy económico (el billete de Liberia a Playa Tamarindo, un total de dos horas de trayecto, nos costó menos de un euro), sino porque pueden ocurrir situaciones disparatadas que hacen que el viaje por las complicadas carreteras sea un poco más ameno.

Poco después de arrancar, un misterioso pasajero con una mochila roja se levantó de su asiento y se situó en el centro del vehículo, en medio de las dos hileras de butacas y de cara a todos los pasajeros, cerca del chófer. Con un discurso claro pero muy veloz, comenzó a hablar presentándose primero de forma muy educada para posteriormente sacar un par de libros que empezó a comentar. No salíamos de nuestro asombro, pues no sabíamos si estábamos asistiendo a una reunión del club de poetas viajeros o a las recomendaciones que un amable viajero quería compartir con el resto del pasaje. Uno de los libros era una recopilación de canciones típicas ticas, mientras que el otro ahondaba en la propia espiritualidad. El misterio se resolvió pronto: el enigmático personaje pasó fila por fila entregando ejemplares de sus libros con la intención de regalarlos pero a cambio de una super oferta de 1000 colones por ejemplar. Desgraciadamente para el vendedor, su ganga no tuvo mucha acogida y nadie se quedó con los libros. Mal negocio pues no cubrió los gastos del viaje, pero al menos pudo pasar un rato en la playa.

Este tipo de situaciones son, al parecer, bastante comunes en Costa Rica. Tal es así que, después del frustrado promulgador de la cultura literaria, se irguió de la nada un vendedor de bebidas y alimentos varios, con más éxito que el anterior. Ni en un avión son tan atentos con los viajeros (ni tan baratos). Esto sí que son ofertas y no las de los duty-free.

Un país de película

sábado, 2 de febrero de 2008

Viajando por Costa Rica uno tiene la sensación de estar viviendo un "déjà vu". No es infrecuente que, boquiabierto ante la exhuberante naturaleza que el país ostenta, vengan a la mente fotogramas concretos de parajes que en algún momento nos llamaron la atención en películas de Hollywood.

La frondosa vegetación del Parque Nubotrópico (en la zona de los Santos) me recordó a la serie Perdidos. A través de sus inmensos árboles de 50 metros de altura de los que pendían interminables lianas (que hubieran hecho las delicias de Tarzán) y de sus estrechos senderos embarrados y rodeados de una flora inverosímil, nos sentimos como Jack y el resto de supervivientes del vuelo 815 huyendo del misterioso humo negro.

En ocasiones el tiempo parecía haber retrocedido 65 millones de años, como en Parque Jurásico. Los reptiles, como los cocodrilos o las iguanas, tenían aspectos primitivos, como de otra época. Sus colmillos, su pausada forma de desplazarse, su escamosa piel y su mirada penetrante los convierten en seres misteriosos que en nada parecen coetáneos a los humanos. Y los pelícanos, en su sigiloso vuelo en círculos sobre las aguas del mar y en su vuelo en caída libre en búsqueda de la presa deseada, asemejaban a los pteranodones, los reptiles voladores que a menudo categorizamos como dinosaurios.

Otro ejemplo lo viví en el Parque Nacional Rincón de la Vieja (al norte del país, casi rozando con Nicaragua), donde las enormes raíces de los árboles, innumerables y retorcidas hasta más allá de donde alcanzaba la vista, y las curiosas formas de los troncos (en la mayoría huecos por el efecto de una especie que los recubre llamada "matapalos") me recordaron a El señor de los anillos (he de decir que a Alfredo le recordó a La misión, pero no puedo comparar porque me quedé dormido con esa película).

Pero, por mucha ficción que haya visto, no es en absoluto comparable a la realidad verde de este país.



También podríamos hablar de James Bond, pero ese es ya otro tema...