Toma tomate

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La crónica de la Tomatina comienza muy temprano, para emprender un viaje singular hacia una fiesta plural, en Buñol, un pequeño pueblo del que sólo se oye hablar un día al año, que además siempre es el último miércoles de cada agosto. El gran evento no comienza hasta las 11 de la mañana, pero las calles de Buñol bullen de actividad desde muy temprano. La fama internacional que la pelea de los tomates ha adquirido en los últimos tiempos se ve reflejada en la cantidad de personas de toda procedencia que en riada humana descienden el pequeño tramo que les separa de la plaza donde explotará la acción. Personas ataviadas de blanco y gafas de bucear, y personajes de toda índole, con cascos protectores fabricados con cáscaras de sandía o con pañales de bebé tamaño XL.

Desde las 10 la plaza queda colapsada. La masa humana, apretada como un todo, tiene una hora de espera impaciente. La gente, nerviosa, hace del buen rollo su estandarte para la guerra que se avecina. En la calle hablamos más inglés que castellano, pues el producto nacional escasea ante americanos, australianos y europeos de cualquier lugar. Conocemos a Tom, que viene de Liverpool con su acento de Beatle y disfrazado de Wally, a Mary toda de blanco con sus funny glasses, o a las chicas de Colorado, conscientes de que el jugo de tomate es excelente para el cutis.

Los vecinos de Buñol, escondidos tras los plásticos que han colocado para proteger sus fachadas, nos tiran agua para amenizar la espera. La masa quiere más y el resto de ventanas se animan con cubos y baldes que descargan sin ton ni son. Las personas y personajes cantan, saltan y bailan. De repente, se oye un petardazo. Son las 11. La batalla comienza.

El entusiasmo aumenta conforme se ven llegar los camiones que nos proveerán de la munición necesaria para comenzar la guerra, una guerra sin aliados con un enemigo común: cualquiera. Llegan los primeros tomates y comienzan los lanzamientos; sólo quedarán 120.000 kilos más para atacar al primero que se cruce en tu trayectoria. "Excuse me, do I know you?; No; ¡Pues toma tomate!" Cualquier táctica es buena para refregar el fruto rojo por doquier. No importa a quién se lo lances; aunque por más que quisieras apuntar, apenas se distingue algo a través de las más que manchadas gafas.

La masa se vuelve loca y los tomates vuelan en todas direcciones. El rojo lo invade todo. A duras penas me encuentro con unas funny glasses y una dueña toda encarnada, que definitivamente se ha convertido en Bloody Mary. Al poco me topo con las de Colorado, que haciendo honor a su origen han teñido sus vestidos. Y a lo lejos, un Wally al que ya no se le distinguen las rayas rojas de las blancas, me lanza un tomate que acierta de lleno en el centro de la diana de mi camiseta: no cabe duda que Tom atina.

En plena vorágine se oye otro petardazo. La batalla ha terminado. Apenas una hora cuyos minutos parecen haber ido más rápido de lo normal. Llega el momento de firmar la tregua. Nunca una guerra terminó tan rápido ni fue tan divertida. Pero la Tomatina es una guerra especial, una guerra roja pero no de sangre. Entre ríos de zumo de tomate, nos vamos despidiendo de los nuevos conocidos con la promesa de no tomar salmorejo en un tiempecito.


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