Y la lava la vi

sábado, 20 de marzo de 2010

En Guatemala tuve la ocasión de cumplir uno de lo sueños que perseguía desde pequeño. Fascinado por el espectáculo natural (aunque a veces trágico) de las erupciones volcánicas, tan asiduas en el Etna, siempre me preguntaba cómo sería la lava. Y el volcán Pacaya, al sur de la capital guatemalteca, me brindó esa oportunidad. A pesar de haber estado inactivo durante siglos, sus entrañas explosionaron en 1965 y desde entonces los ríos de lava discurren por sus laderas de manera habitual.

La lava es fascinante, evocadora e hipnotizante. Su presencia se siente mucho antes de verla. Las ondanadas de calor se notan a más de 100 metros de distancia del río. Acercarse mucho a la lengua de fuego es peligroso, pues las rocas de lava fosilizada que se asientan a su orilla en pueden estar tan calientes que pueden derretirse en cualquier momento. Desde una distancia prudencial, y como adormecido por la alta temperatura, te puedes pasar horas viendo el magma externo en su lentísimo fluir ladera abajo. Parece mentira que algo tan bonito pueda resultar tan peligroso, aunque bien es verdad que en una carrera por la supervivencia cualquiera podría ir más rápido y salir vencedor.

El volcán Pacaya es una ascensión asequible. En su primera parte, el camino tiende a subir rodeado de extensa vegetación, entre las que destacan las palmeras llamadas "pacaya" que dan nombre al volcán. Al final, el paisaje se desertiza y surge el gran cono final, siempre humeante y del que brotan las lenguas de lava. Su ascensión es complicada, pues el único lado factible es una empinada cuesta cuyo suelo está formado por infinitas piedras que mientras asciendes 3 metros te obligan a retroceder 2. Una extenuación soportable por el ansia de poder ver el cráter desde el mismo borde, pero la misión debe ser abortada casi en la cima: un horrible hedor a huevos podridos nos indica que las emisiones de azufre han aumentado y la respiración se vuelve peligrosa. Los volcanes son imprevisibles y no hay que hacerles enfadar.

Volvemos camino atrás, desandando por las rocas volcánicas que los visitantes recolocan para formar palabras o mensajes. Nos acompañan durante todo el día dos niños guatemaltecos, que al comienzo de la subida vendían como bastones palos de un metro de altura (fácilmente cogidos de cualquier rama de árbol) por un quetzal (la moneda nacional, equivalente a menos de 10 céntimos) y que ahora en la bajada se obstinaban por recuperarlos; hay que volver a hacer negocio con los próximos soñadores que quieran ver la lava.

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