El domingo hice lo que muchos madrileños hacen los domingos: ir al rastro, ese lugar en el que, como en los zocos árabes, se compra y se vende de todo. Aprovechando una tregua en la meteorología y sin intención de comprar nada, cogí el metro y me bajé en la parada de Puerta de Toledo, como podía haberlo hecho en la de La Latina (impresionante el número de personas que se bajaron en esta estación), Tirso de Molina o Embajadores, todos ellas formando un rectángulo que encierra en su seno el barrio de Lavapiés, sede de este popular mercadillo.
No es casual la ubicación del rastro. Lavapiés y su castizo nombre han sido siempre un barrio humilde, hogar de las clases bajas de la ciudad en otras épocas. Por ello no extraña que allí nazca y muera todos los domingos y festivos un improvisado mercado lleno de puestecillos que van desde tenderetes a una simple acera en el suelo (todo vale) en los que se puede hallar cualquier cosa. De hecho, hay un popular dicho que afirma que "lo que no se encuentre en el rastro, no existe". Y puede que sea verdad.
Al rastro llegué a eso de las 12:30, la hora de los guiris. Y es que en el rastro el tiempo importa. Los que simplemente van a pasear, por conocerlo, suelen visitarlo en sus dos últimas horas de vida (de una a tres, que coincide con el momento de mayor bullicio y ajetreo). Sin embargo, los auténticos buscadores de objetos, van al rastro a primera hora (a las 9:00), a patearse todas sus calles y encontrar las mejores gangas que poder regatear con algo de tranquilidad. De momento, no era mi caso.
Mi camino por el rastro se sucedió por sus típicas y empinadas callejuelas: la calle Mira el río Baja, la Ribera de Curtidores, la Plaza del Cascorro. En ese recorrido, los puestos de objetos se sucedían sin descanso, y la masa de gente, curiosa o interesada, se agolpaba por doquier. Con mi mano siempre en el bolsillo (los frecuentes robos son la cara triste de todo esto) me sorprendí de ver cosas que jamás pensé que se pudieran vender: tornillos, pomos y visagras antiguas (¿quién quiere una visagra oxidada?). Pues sí, había gente preguntando por ellas. Y es que, una de las cosas que he aprendido, es que en Madrid hay gente para todo. Y eso me fascina.
Relojes, libros usados, espejos, sillas, banderas, chapas... You name it... Hasta unos patines (justo en la semana en que me había planteado comprarme unos, y en la que había poco más que ironizado sobre la posibilidad de encontrarlos en el rastro). Pues allí estaban. Además, el rastro tiene algo de social: la gente va, pasea, se entretiene, compra algo, disfruta de algún espectáculo callejero y después se va a La Latina de tapeo. Cosa que, para adaptarme aún más a la cultura madrileña, no dejé de hacer.
Fue un gran día de domingo, aunque no encontré rastro de nada que me interesase plenamente. Pero, después de lo vivido, estoy seguro que es que no busqué bien. Está claro que tendré que volver otro día más temprano.
No hay domingo sin rastro
martes, 10 de febrero de 2009
Publicado por Lince, viajero de culo inquieto en 0:01
Etiquetas: 006.Lugares, 100.España, 190.Madrid
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1 comentarios:
mu completita tu visita al rastro, ya sólo te falta comprar algo!!
besos de colores desde la Isla de la Cartuja*
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