La nueva aventura la vivimos en el aeródromo de Ocaña, donde en una clase práctica de física íbamos a comprobar cómo objetos pesados pueden oponerse a la gravedad y ascender sin propulsión gracias a la ayuda de las masas de aire. Practicamos el vuelo sin motor, pequeños veleros de escaso cuerpo y alargadas alas pero con una estabilidad enorme, capaces de, sin ayuda propulsiva, elevar hasta 600 kilos de peso (la suma del peso del aparato más el de los dos ocupantes) aprovechando las corrientes térmicas de aire caliente.
Pero para ponerlos en marcha sí que hace falta ayuda. El velero no puede despegar por sí solo, sino que, unido por una cuerda, va a remolque de una avioneta motorizada que lo separa del suelo. Una vez en el aire, se va ganando altura poco a poco hasta que, a 800 metros, se tira de una palanca para que la cuerda se suelte y el velero empiece a volar por sí mismo.
Es en ese momento cuando te das cuenta de que estás levitando en el aire. El ruido del motor de la avioneta se aleja, el silencio te rodea y te encuentras flotando lejísimos del suelo. El instructor toma los mandos y, afortunadamente, sus instrumentos de vuelo le indicaron que había encontrado una térmica. Comenzamos a ganar altura, en círculos, hasta la increíble cifra de 1.700 metros. Compruebo que los pueblos, a esa altura, son diminutos; estamos altísimos, pero la seguridad de la aeronave logra batir el temor inicial y comienzo a disfrutrar del viaje. Dejamos la térmica y volamos perdiendo altura gradualmente.
Tras un minuto de curso, el instructor te deja los mandos. Manajar un velero no es difícil, aunque no me hubiera atrevido a hacerlo si él no tuviera también mandos para evitar mis locuras. Siempre con el horizonte como referencia, y con las interferencias de Radio Nacional en la radio de a bordo, comenzamos a hacer piruetas. La punta hacia abajo para ganar velocidad: llegamos a los 180 kilómetros por hora. Llegamos a sentir la ingravidez: como cuando vas con un coche y tomas un cambio de rasante, practicamos lo mismo en el aire y noté como todo mi cuerpo flotaba a tanta distancia del suelo. Después entramos en pérdida, es decir, subimos el morro lo máximo posible para perder la sustentación y que el avión se precipitase al vacío: la capacidad de recuperarse de los veleros es tan elevada que casi no te da tiempo a tener miedo. Luego, con el ala izquierda casi en vertical, hicimos giros sobre esa misma ala, con la sensación de estar totalmente perpendicular a la tierra.
Después de media hora de viaje, tocaba aterrizar en la pista. Tras las correspondientes autorizaciones, tomamos tierra, aunque no sé muy bien que hice que nos salimos de la pista. Salimos del estrecho aparato y hubo que empujarlo manualmente para sacarlo de la pista (no había aire ni motores que nos movieses). Volar en velero es una manera diferente de experimentar nuevas sensaciones y, desde luego, una clase de física muy bien aprovechada.
Más ligero que el aire
martes, 20 de octubre de 2009
Publicado por Lince, viajero de culo inquieto en 16:31
Etiquetas: 002.Aventura, 100.España, 140.Castilla-La Mancha, 142.Toledo, 802.Promoción29
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