Por Lisboa corre una esencia especial, diferente, heterogénea y embaucadora; es una ciudad difícil de definir, mezcla de nuevo y viejo, de culturas y estilos. Quizás es esa indefinición lo que la hace tan atrayente o misteriosa, o la que provoca que todos los que han ido a Lisboa coincidan en que cuando estás saliendo de ella siempre te quede la sensación de que estás deseando regresar. Te quedas colgado por Lisboa.
En Lisboa, incluso las cosas que no te gustan tienen su encanto. Su aire se enrarece por su odioso tráfico, propio de una gran ciudad; pero, en contraprestación, su metro, moderno y cómodo, funciona a la perfección. La ciudad se asienta junto a la desembocadura del en este punto inmenso Tajo; aunque la brisa fluvial no sea especialmente amable para los olfatos, el río ofrece otros muchos valores añadidos: atempera el frío, los paseos junto a él en días soleados son una delicia y las vistas de Lisboa con el Tajo de fondo desde los muchos miradores de los barrios altos son inigualables.
En Lisboa, una calle es la columna vertebral: la rua Augusta, absolutamente plana, conecta la plaza del Rossio con el arco que se antepone a la Praça de Comercio, abierta al río. Me llamó la atención el particular enlosado de las calles, un sencillo pero estéticamente resolutivo mosaico de piedras blancas y azules, que combinados formaban figuras geométricas o incluso nombres de comercios. A ambos lados, cuestas y más cuestas conducen a dos de los barrios más populares.
Alfama, al oeste, es un típico barrio árabe de callejuelas y cuestas. Lo mejor para adentrase en él es pillar uno de los míticos tranvías amarillos lisboetas; su traquetreo denota vetustez, palabra que puede definir esta parte de Lisboa. Por Alfama la decadencia no es fea: las casas pueden estar cayéndose, las paredes desconchadas, a las clásicas paredes de azulejos que recubren la mayoría de sus casas siempre les falta alguno, las calles pueden estar levantadas... pero todo ello confiere a Alfama un encanto íntimo y especial. En el barrio destacan la Catedral o Sé y el Castelo de Sao Jorge, que domina la colina desde su privilegiada posición.
Al este, tras empinadas rampas llegaremos al Barrio Alto. Podemos optar por ascender los cientos de escalones o usar el Elevador da Bica que en pocos segundos salva el desnivel con nuevas vistas espectaculares. Por sus callecitas se respira la Lisboa más tradicional; sin duda, lo que más me llamó la atención fue cómo los lisboetas no dudan en tender su ropa en el balcón para que se seque. Debe ser tradición el exponer las intimidades a todos los viandantres. El Barrio Alto es el mejor lugar para disfrutar la noche lisboeta, ya sea en la animada Rua Atalaya, donde sus decenas de bares te permiten sacar las bebidas a la calle y charlar con tus amigos bajo las ropas colgadas; o en algún lugar donde escuchar la canción portuguesa por excelencia: el fado.
Pero Lisboa ofrece mucho más. Como todos sabemos el año del descubrimiento de América, los lisboetas se saben de carrerilla la fecha del terremoto de Lisboa de 1755; prácticamente, la historia de todos sus edificios empieza con la cantinela del "Fue reconstruido después del terremoto de Lisboa de 1755..."; el más significativo que se salvó fue el Monasterio dos Jerónimos, en el barrio de Belem; otra visita obligada, no sólo por comprar pasteles, sino porque el día que fuimos hacía tan bueno que sus amplias explanadas de césped estaban abarrotadas de gente, incluso algunos osados jugaban al fútbol delante de la Torre de Bélem, el símbolo de la ciudad.
La experiencia del terremoto transformó Lisboa; por ello todo lo nuevo se hace con cabeza. A este respecto, me maravilló el Parque das Naçoes, los restos de la expo de 1998. Con muchísima envidia comprobé cómo, a diferencia del caso de la expo de Sevilla, todos sus modernos edificios han sido conservados y reutilizados: el oceanario, el teleférico, sus cuidadas y limpias calles, incluso edificios de viviendas y restaurantes que dan vida a una de las zonas más bellas de la ciudad.
Así es Lisboa; y espero que la próxima vez que vaya, la encuentre tan igual y diferente como la conocí.
En Lisboa, incluso las cosas que no te gustan tienen su encanto. Su aire se enrarece por su odioso tráfico, propio de una gran ciudad; pero, en contraprestación, su metro, moderno y cómodo, funciona a la perfección. La ciudad se asienta junto a la desembocadura del en este punto inmenso Tajo; aunque la brisa fluvial no sea especialmente amable para los olfatos, el río ofrece otros muchos valores añadidos: atempera el frío, los paseos junto a él en días soleados son una delicia y las vistas de Lisboa con el Tajo de fondo desde los muchos miradores de los barrios altos son inigualables.
En Lisboa, una calle es la columna vertebral: la rua Augusta, absolutamente plana, conecta la plaza del Rossio con el arco que se antepone a la Praça de Comercio, abierta al río. Me llamó la atención el particular enlosado de las calles, un sencillo pero estéticamente resolutivo mosaico de piedras blancas y azules, que combinados formaban figuras geométricas o incluso nombres de comercios. A ambos lados, cuestas y más cuestas conducen a dos de los barrios más populares.
Alfama, al oeste, es un típico barrio árabe de callejuelas y cuestas. Lo mejor para adentrase en él es pillar uno de los míticos tranvías amarillos lisboetas; su traquetreo denota vetustez, palabra que puede definir esta parte de Lisboa. Por Alfama la decadencia no es fea: las casas pueden estar cayéndose, las paredes desconchadas, a las clásicas paredes de azulejos que recubren la mayoría de sus casas siempre les falta alguno, las calles pueden estar levantadas... pero todo ello confiere a Alfama un encanto íntimo y especial. En el barrio destacan la Catedral o Sé y el Castelo de Sao Jorge, que domina la colina desde su privilegiada posición.
Al este, tras empinadas rampas llegaremos al Barrio Alto. Podemos optar por ascender los cientos de escalones o usar el Elevador da Bica que en pocos segundos salva el desnivel con nuevas vistas espectaculares. Por sus callecitas se respira la Lisboa más tradicional; sin duda, lo que más me llamó la atención fue cómo los lisboetas no dudan en tender su ropa en el balcón para que se seque. Debe ser tradición el exponer las intimidades a todos los viandantres. El Barrio Alto es el mejor lugar para disfrutar la noche lisboeta, ya sea en la animada Rua Atalaya, donde sus decenas de bares te permiten sacar las bebidas a la calle y charlar con tus amigos bajo las ropas colgadas; o en algún lugar donde escuchar la canción portuguesa por excelencia: el fado.
Pero Lisboa ofrece mucho más. Como todos sabemos el año del descubrimiento de América, los lisboetas se saben de carrerilla la fecha del terremoto de Lisboa de 1755; prácticamente, la historia de todos sus edificios empieza con la cantinela del "Fue reconstruido después del terremoto de Lisboa de 1755..."; el más significativo que se salvó fue el Monasterio dos Jerónimos, en el barrio de Belem; otra visita obligada, no sólo por comprar pasteles, sino porque el día que fuimos hacía tan bueno que sus amplias explanadas de césped estaban abarrotadas de gente, incluso algunos osados jugaban al fútbol delante de la Torre de Bélem, el símbolo de la ciudad.
La experiencia del terremoto transformó Lisboa; por ello todo lo nuevo se hace con cabeza. A este respecto, me maravilló el Parque das Naçoes, los restos de la expo de 1998. Con muchísima envidia comprobé cómo, a diferencia del caso de la expo de Sevilla, todos sus modernos edificios han sido conservados y reutilizados: el oceanario, el teleférico, sus cuidadas y limpias calles, incluso edificios de viviendas y restaurantes que dan vida a una de las zonas más bellas de la ciudad.
Así es Lisboa; y espero que la próxima vez que vaya, la encuentre tan igual y diferente como la conocí.
0 comentarios:
Publicar un comentario