El único día que no nos llovió en Amsterdam lo aprovechamos para hacer una excursión en bici por los pueblos de la periferia, aprovechando la certeza de que, en Holanda, todas las poblaciones están unidas tanto por carreteras como por carriles para bicicletas. Planeamos hacer la ruta por la región conocida como Waterland, al norte de la capital, que nos llevaría a lo largo de unos 40 kilómetros por pintorescos pueblos holandeses y nos acercaría al famoso dique que evita que los Países Bajos se inunden.
La ruta comienza detrás de la Centraal Station (la estación de trenes), donde un transbordador, que pasa cada 5 minutos, te cruza al otro lado del río Ij rápidamente y de manera gratuita. El agua comenzaba de nuevo a ser protagonista en nuestro viaje.
Una vez al otro lado, hay que seguir en dirección norte hasta llegar a una primera esclusa. A partir de entonces, el carril bici se sigue sin problemas por una senda bien marcada, y unos postes colocados de manera regular te indican el camino a seguir en los cruces y la distancia restante a los puntos más próximos. En todo nuestro viaje nos acompañaron unos carriles de agua (omnipresente en los Países Bajos). En seguida llegamos al cartel que anunciaba la entrada en Amsterdam (aunque nosotros íbamos en la dirección opuesta). En tan solo unos minutos, habíamos dejado atrás la gran urbe y nos encontrábamos con un paisaje totalmente agreste, con viviendas unifamiliares con muelle propio y embarcaciones para moverse por los canales. Un paraíso.
Tras unos pocos kilómetros de campos llenos de vacas pastando, llegamos a Broek in Waterland, una pulcra aldea, adalid de la tranquilidad. Visitamos su iglesia (fundada en 1573) donde una amable señora nos explicó parte de su historia. Ubicado junto a un inmenso lago, paseamos por sus calles de casas de madera de colores claros. El pueblo se hizo famoso por obligar a Napoleón a quitarse las botas en 1811 para entrar en el pueblo (no se podía manchar tanta belleza), pero hoy es más conocido por De Witte Swaen (el cisne blanco), un restaurante donde desayunamos unos de los mejores crêpes que he tomado en mi vida.
Tras el aperitivo, continuamos la ruta con un paisaje similar. Al cabo de unos cuantas pedaladas comenzamos a divisar la torre principal de Monnickendam, siguiente parada en el camino. Allí comprobamos que el poblado no tiene una sino varias torres (en una de ellas unos muñecos giran a una hora determinada). El pueblo está nuevamente ligado al agua, y nos detuvimos a observar alguna de las esclusas que posee, gracias a las cuales las embarcaciones de su puerto pueden salvar los desniveles del terreno y navegar sin problemas.
Después de dar una vuelta por sus calles, emprendimos de nuevo el camino. Las bicis nos permitían avanzar entre verdes campos y molinos, hasta que llegamos a nuestro siguiente destino: Volendam, un pueblo muy turístico, lleno de puestos de recuerdos para guiris. El pueblo da a la gran bahía del norte de Amsterdam, y allí, en un pequeño muelle, nos paramos para almorzar. Como postre no pudimos resistir el comernos un helado, pues en Volendam son bastante conocidos, ya que una familia los produce desde hace décadas y se pasan el secreto de su fabricación de generación en generación. Muy recomendables.
Tras ello, tuvimos que decidir si coger un barco que zarpa de Volendam a Marken y que atraviesa toda la bahía, o hacer los 14 kilómetros que nos separaban de esta ciudad en bicicleta y bordeando el dique. Optamos por la segunda opción, que fue muy interesante porque comprendimos una de las cosas más curiosas de Holanda: para llegar al mar, hay que subir. Nuestra ruta corría paralela a un enorme montículo verde; decidimos apearnos de las bicis y remontarlo, y es realmente curioso ascender la pequeña montaña y encontrarse, de repente, el mar. Este dique fue construido para retener el agua, pues Holanda se encuentra por debajo del nivel del mar y está expuesta a inundaciones.
Seguimos con nuestras bicis, aguantando las embestidas del viento que empezaba a azotar fuerte. Tras una horita llegamos a nuestra última etapa de la ruta: Marken, un precioso pueblo de casas de madera pintadas de verde que fue isla hasta 1959. Al parecer, sus habitantes visten trajes tradicionales (aunque con fines más turísticos que folclóricos), pero nosotros llegamos pasado el horario comercial y no los vimos. Es una aldea idílica, con caminos de pequeñas piedras, junto a unos canales atravesados por puentes de madera y garzas grises que no se asustan ante la presencia de humanos.
Nos apresuramos a regresar a Amsterdam, sin saber muy bien cómo pero con la seguridad de que algún cartel nos lo indicaría. Tras una ruta excepcional, entramos en la gran ciudad con nuestras bicis y llegamos al camping satisfechos de haber visto un contraste tan diferente y en tan poca distancia entre la urbe y sus alrededores.
2 comentarios:
Mae, te voy a dejar un comentario en todas las entradas de Amsterdam (que pesao)... De este viaje en bici me quedo con muchas cosas, como los deliciosos crepes, la mujer de la iglesia que nos contó un poco la historia del dique (y la primera que mencionó el tema agua dulce), la foto con la modelo, los publecitos tan bonitos que vimos, las canciones en bici, la foto con la señal de límite de velocidad de fondo, el buen día que nos hizo (que suerte)... y un largo etcétera de buenos recuerdos.
Un abrazo
Mi comentario no tiene nada que ver con el texto...pero tengo algo de prisa y me ha hecho gracia...quería comentarte la vuelta de Pablo Carbonell a Hospital Central, para que veas que el tipo tenía justificante para sus pintas desaliñás! me ha hecho mucha gracia verlo.Besitos Lynx!
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