Tenía muchas ganas desde hace tiempo de visitar el Cabo de Gata; por eso, la maravillosa propuesta liderada por nuestro querido José Carlos de hacer una ruta en piraguas recorriendo el litoral mediterráneo del sur de España era poco menos que irresistible. Un fin de semana con los quetzales bien merecían las 6 y pico de horas que separaban Madrid de Agua Amarga, la pequeña aldea desde donde comenzaríamos nuestra aventura al sur de Carboneras (donde se iba a construir el famoso hotel que destruiría el desértico y virgen terreno natural que hacen único a este parque exento de complejos vacacionales que atraigan al turismo de masas). En el litoral oriental de España no existe otro lugar igual.
El sábado la jornada comenzó pronto, con los primeros rayos del sol. Las 12 canoas biplaza y la individual comenzaron su marcha dirección sur en una espléndida jornada soleada y carente de viento (el cual hubiera dificultado enormemente la estabilidades de nuestras naves). Desde el mar, y a bastantes metros de la orilla, la naturaleza nos ofrecía un paisaje espectacular: la aridez más absoluta (no obstante, el Cabo de Gata es una de las zonas menos pluviosas de Europa) a través de montañas rocosas formadas bien por acumulación de sedimentos o por restos volcánicos que no dejaban opción a la supervivencia de planta alguna. Pasamos la Cala de enmedio y la Punta Javana y apenas vimos varios arbustos y alguna palmera solitaria.
La primera parada la efectuamos en la Cala de San Pedro, un lugar propicio para los nudistas debido a que su acceso es muy complicado. Ante los restos de una antigua torre vigía, y sin mirar mucho de reojo, estuvimos jugando a un anárquico baloncesto sin reglas en un agua de temperatura templada. Después de descansar sobre su arena de color grisáceo, proseguimos la marcha. Dejamos atrás el Playazo de Rodalquilar donde descubrimos que también hay playas de arena blanca en el Parque Natural y nos aproximábamos a uno de los puntos críticos de la ruta si hubiera habido viento: la Punta de la Polacra. Al ser un saliente de tierra que provoca un cambio de dirección en la ruta de sur a oeste, es una zona donde el fuerte aire puede ocasionar violentos oleajes que ponen en peligro a toda embarcación que ose rondar cerca de la costa. Nostros tuvimos suerte y el tiempo, contradiciendo a las predicciones meteorológicas, nos concedió una tregua y pudimos disfrutar de un paraje extraordinario.
El mismo viento que hubiera condenado al fracaso nuestra expedición había forjado, a lo largo del tiempo, unas formas curvas en las montañas de roca que conferían a sus paredes diseños espectaculares. Lugares innaccesibles para el hombre y sólo conquistados por las gaviotas, únicas testigos de aquella obra de arte. Ellas y nosotros. Antes de terminar de cruzar la Polacra, descubrimos una cueva a la que pudimos acceder sin bajarnos de nuestras piraguas. Otro lugar inédito para muchos se abría antes nuestras embarcaciones. Conforme nos adentrábamos en ella, la luz se atenuaba hasta llegar al límite de paso posible. Allí nos topamos con unas bolas rojas pegadas en la roca bajo el nivel de la superficie del agua. Se trataba de una especie viva que algunos denominaron "tomatitos de mar". No sé si el nombre es muy científico pero sí bastante clarividente.
Continuamos remando y decidimos que era un buen momento para comer. Nos detuvimos en la Cala del Carnaje, que no era el mejor lugar porque en vez de arena contaba con pedrolos gordos como bolas de una bolera. Pero aprovechamos para hacer submarinismo en sus transparentes aguas. Allí vimos bancos de peces, erizos de mar, su fondo rocoso y por supuesto Andrea, la estrella del mar, encontró cosas donde nadie más las veía.
El agua en el Cabo de Gata no tiene comparación. Durante toda la ruta era increíble comprobar cómo debajo de nuestra canoa se podía contemplar el fondo marino. Su color variaba del turquesa al azul oscuro dependiendo de la profundidad del fondo y de su composición. Por eso pararse para bucear era casi una obligación, aunque algún vuelco de piragua no fue precisamente voluntario.
Al atardecer nos detuvimos en la Cala del Toro, único lugar de todo el Cabo de Gata donde encontramos una especie de bosque, lleno de árboles. Un oasis en el desierto. Allí plantamos el campamento y descansamos del largo día de remar tumbados en la orilla. Sin duda, el hotel más barato y de más estrellas.
Al día siguiente, tras un precioso amanecer, reanudamos el viaje pasando por nuevas calas de ensueño, como el Islote del Moro donde tuvimos que tener pericia para pasar entre dos grandes rocas sin volcar. Finalmente, llegamos a nuestro destino, San José, un lugar bastante más turístico y alejado de la paz que nos había acompañado el día y medio anterior. Una ruta de casi 40 kilómetros inolvidable que desbordó las ganas que tenía de conocer este lugar mágico.
El Cabo de Gata desde una piragua
miércoles, 7 de enero de 2009
Publicado por Lince, viajero de culo inquieto en 19:58
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