Un viaje super super chulo

lunes, 26 de abril de 2010

Hay muchos adjetivos que podrían describir el viaje a Lisboa, como el de rabioso, pero me quedo mejor con el de super chulo; bueno no, super super chulo. Los mejores viajes son los que pasan las cosas más inesperadas, y en esto ya empezó así desde el principio, porque desde luego quién se iba a esperar que a Fati la del GPS se le ocurriera mandarnos a otro pueblo con una calle igual que la del albergue de Lisboa.

Pero una vez superada esta primera dificultad, todo salió a pedir de boca: y desde luego, porque no pasaban ni dos horas desde la última comida que ya nos entraba otra vez hambre: los choripanes de Óbidos, las queijadas de Sintra, la torta de miel de Nazaré, el bacalao de Lisboa... siempre acompañado, no podía ser de otra forma, de su cervecita, Sagres si era posible.

Un viaje en el que también acompañó el tiempo: unas veces llovía, otras hacía bueno... con esta predicción, ¿quién se iba a resistir a pegarse un bañito en la playa de Guincho? Entre viaje y viaje en coche, un repaso a la guía para conocer mejor los lugares, aunque ya sabéis, si te interesa, manda callar al que va leyendo.

Un viaje en el que al principio no pintaba nada y al final me alegró mucho conocer a Paula, Rosanna la que siempre faltaba, Zaida, Alberto, Tania, Andrea y Cecilia, y al que ya conocía, claro. Obrigado-nos.

Portugal alicatada

jueves, 22 de abril de 2010

Uno de los aspectos más curiosos de Lisboa, y de Portugal en general, es su propensión a revestir de azulejos, como si fuera el más clásico de los cuartos de baño, todo fachada o pared que se precie. Los mosaicos de azulejos lo adornan todo: fachadas de edificios de viviendas, paredes de interior de monumentos tan importantes como el monasterio de Alcoçaba, las estaciones del metro de Lisboa... una tradición que no por antigua se pierde: al contrario, las nuevas construcciones utilizan el azulejo como un ornamento importante, y lo comprobamos en alguno de las modernas construcciones de la Expo del 98 o en el estadio del Sporting de Lisboa hecho para la Eurocopa de 2004.

El azulejo fue introducido en la península por los árabes, pero su gran impulsor en Portugal fue Manuel I, quien lo importó de Sevilla. Al principio, se mantuvo el estilo árabe de figuras geométricas, pero más adelante, con la reconquista, se dio paso a los clásicos temas religiosos y posteriormente a temas costumbristas, como las escenas de caza del Palacio Nacional de Sintra. En esta época, el uso del color se limitó al azul. Hoy en día, los azulejos muestran colores de todo tipo, y rellenan las paredes de toda la ciudad incluso con funciones divulgativas, como en aquel puente en el que se disponían una serie de diferentes mariposas con sus nombres latinos.

Los azulejos dan un toque de personalidad propia al país; de hecho, en Lisboa tienen su propio museo. Aunque bien es cierto que, los que decoran los exteriores de los edificios, los podrían tener un poco más cuidados, pues por Alfama se pueden ver muchos desgastados, rotos o caídos. A no ser, pensandolo bien, que esto sea también un signo de distinción.

Colgado por Lisboa

lunes, 19 de abril de 2010

Por Lisboa corre una esencia especial, diferente, heterogénea y embaucadora; es una ciudad difícil de definir, mezcla de nuevo y viejo, de culturas y estilos. Quizás es esa indefinición lo que la hace tan atrayente o misteriosa, o la que provoca que todos los que han ido a Lisboa coincidan en que cuando estás saliendo de ella siempre te quede la sensación de que estás deseando regresar. Te quedas colgado por Lisboa.

En Lisboa, incluso las cosas que no te gustan tienen su encanto. Su aire se enrarece por su odioso tráfico, propio de una gran ciudad; pero, en contraprestación, su metro, moderno y cómodo, funciona a la perfección. La ciudad se asienta junto a la desembocadura del en este punto inmenso Tajo; aunque la brisa fluvial no sea especialmente amable para los olfatos, el río ofrece otros muchos valores añadidos: atempera el frío, los paseos junto a él en días soleados son una delicia y las vistas de Lisboa con el Tajo de fondo desde los muchos miradores de los barrios altos son inigualables.

En Lisboa, una calle es la columna vertebral: la rua Augusta, absolutamente plana, conecta la plaza del Rossio con el arco que se antepone a la Praça de Comercio, abierta al río. Me llamó la atención el particular enlosado de las calles, un sencillo pero estéticamente resolutivo mosaico de piedras blancas y azules, que combinados formaban figuras geométricas o incluso nombres de comercios. A ambos lados, cuestas y más cuestas conducen a dos de los barrios más populares.

Alfama, al oeste, es un típico barrio árabe de callejuelas y cuestas. Lo mejor para adentrase en él es pillar uno de los míticos tranvías amarillos lisboetas; su traquetreo denota vetustez, palabra que puede definir esta parte de Lisboa. Por Alfama la decadencia no es fea: las casas pueden estar cayéndose, las paredes desconchadas, a las clásicas paredes de azulejos que recubren la mayoría de sus casas siempre les falta alguno, las calles pueden estar levantadas... pero todo ello confiere a Alfama un encanto íntimo y especial. En el barrio destacan la Catedral o Sé y el Castelo de Sao Jorge, que domina la colina desde su privilegiada posición.

Al este, tras empinadas rampas llegaremos al Barrio Alto. Podemos optar por ascender los cientos de escalones o usar el Elevador da Bica que en pocos segundos salva el desnivel con nuevas vistas espectaculares. Por sus callecitas se respira la Lisboa más tradicional; sin duda, lo que más me llamó la atención fue cómo los lisboetas no dudan en tender su ropa en el balcón para que se seque. Debe ser tradición el exponer las intimidades a todos los viandantres. El Barrio Alto es el mejor lugar para disfrutar la noche lisboeta, ya sea en la animada Rua Atalaya, donde sus decenas de bares te permiten sacar las bebidas a la calle y charlar con tus amigos bajo las ropas colgadas; o en algún lugar donde escuchar la canción portuguesa por excelencia: el fado.

Pero Lisboa ofrece mucho más. Como todos sabemos el año del descubrimiento de América, los lisboetas se saben de carrerilla la fecha del terremoto de Lisboa de 1755; prácticamente, la historia de todos sus edificios empieza con la cantinela del "Fue reconstruido después del terremoto de Lisboa de 1755..."; el más significativo que se salvó fue el Monasterio dos Jerónimos, en el barrio de Belem; otra visita obligada, no sólo por comprar pasteles, sino porque el día que fuimos hacía tan bueno que sus amplias explanadas de césped estaban abarrotadas de gente, incluso algunos osados jugaban al fútbol delante de la Torre de Bélem, el símbolo de la ciudad.

La experiencia del terremoto transformó Lisboa; por ello todo lo nuevo se hace con cabeza. A este respecto, me maravilló el Parque das Naçoes, los restos de la expo de 1998. Con muchísima envidia comprobé cómo, a diferencia del caso de la expo de Sevilla, todos sus modernos edificios han sido conservados y reutilizados: el oceanario, el teleférico, sus cuidadas y limpias calles, incluso edificios de viviendas y restaurantes que dan vida a una de las zonas más bellas de la ciudad.

Así es Lisboa; y espero que la próxima vez que vaya, la encuentre tan igual y diferente como la conocí.

Donde occidente acaba

sábado, 17 de abril de 2010

Es el punto final. Más allá, ningún caminante puede ir más lejos. El meridiano más occidental de toda la Europa continental pasa por unos acantilados que se han dado en llamar el Cabo da Roca. Ciento cuarenta metros roca abajo, el mar azota fuerte contra las paredes; es el primer contacto de las aguas con un continente inmenso.

El lugar llama la atención por sus increíbles vistas. Desde el mirador, el horizonte se abre en perfecta línea recta, y en los acantilados se abren cuevas enigmáticas. Al contrario que en el sureño Cabo de San Vicente, en el Cabo de Roca abunda la vegetación, y las laderas se copan de verde. Un monumento con una cruz nos recuerda las coordenadas que ponen fin al continente, y un faro datado en 1772 resiste aún y siempre el fuerte azote del viento que siempre reina en este punto.

Unos kilómetros más al sur, se halla una de las playas más espectaculares de la zona, la playa de Guincho, un lugar preferente para windsurfistas que tienen aseguradas las olas en cualquier época. La fuerza del agua es tan intensa que apenas con mojarte los pies se corre el riesgo de ser llevado por una ola, por eso es considerada una playa peligrosa. Pero ello no es óbice para disfrutar del encanto de una puesta de sol desde sus dunas.


Óbidos, regalo de bodas

miércoles, 14 de abril de 2010

Al norte de Lisboa, en plena región de Estremadura, descubrimos el pequeño Óbidos, un pueblo cuyo nombre me era tan desconocido como los encantos que escondía. Tan escondidos los tiene que para conocerlos hay que asaltar las murallas de 13 metros de altura que lo rodean a través de alguna de sus puertas. Las viviendas quedan así aisladas intramuros por estas paredes defensivas que construyeron las árabes. Se puede dar la vuelta a Óbidos desde las alturas, con las almenas como barandillas a lo largo de 1 kilómetro y medio.

Desde allí, desde lo alto de alguna de sus torres, se ve que todo el pueblo confluye hacia su castillo, una construcción con historia pues el rey Dinis I lo utilizó como regalo de bodas a su esposa Isabel en 1282 y esta tradición se mantuvo inalterada hasta 1833. Hoy constituye uno de los paradores nacionales más espectaculares de Portugal, y una estancia en él sería sin duda un buen regalo de compromiso.

El recorrido ya sobre tierra transcurre por pequeñas calles empedradas y sinuosas, y la gran cantidad de iglesias revelan que que el fervor religioso es importante en Óbidos; no obstante, su Semana Santa es muy famosa por una procesión nocturna a la luz de las antorchas. Las casas, blancas y relucientes, cubren sus paredes con franjas de colores amarillo o azul, mientras se adornan con variadas flores. Entre ellas, algún bar en el que degustar el popular licor de Ginjinha, hecho a base de cereza.

El ultraje del peaje

domingo, 11 de abril de 2010

Un road trip es una forma divertida, rápida y económica de viajar por un país; sin embargo, en el viaje por Portugal sólo podría estar de acuerdo con la primera de esas premisas, porque los atascos y los peajes imposibilitaron el cumplimiento de las otras dos.

Desde hace unos años, Portugal ha modernizado su red de comunicaciones con autopistas de varios carriles que vertebraban los flujos norte-sur y este-oeste del país. Trasladarse por estas nuevas carreteras es casi obligatorio, pues las antiguas son malas y peligrosas. Lo malo de ello es que por todas ellas hay que pagar un peaje de tránsito, cogiendo un ticket cuyo coste se paga al final, dependiendo de qué salida hayas tomado.

Este peaje, sin importar el trayecto, es carísimo, desorbitado diría yo (está claro de dónde quieren sacar el dinero para financiar las obras); pero es que además provocan unas colas de coches incomprensibles. Vale que estuviéramos en Semana Santa y todos los españoles nos pusiéramos de acuerdo en ir a Portugal. Pero el tardar 40 minutos en recorrer 600 metros para poder pagar es ilógico; una vez que te acercas a la taquilla, vemos que no todas están abiertas y que los taquilleros, por decirlo de alguna forma, no se manejan con mucha prisa. Lo cual mosquea aún más. El tiempo que se gana circulando por las autopistas se pierde intentando pagar por su servicio.

El caso más flagrante fue intentando entrar en Lisboa por el magnífico Puente del 25 de abril. Para cruzarlo en sentido entrada, hay que pagar un peaje ínfimo de algo más de un euro. Pero las colas para pagarlo son interminables. No tiene ningún sentido construir un puente para mejorar la circulación si para poder cruzarlo te llevas media hora. En Portugal, salga con tiempo.

Atasco en la comarcal

miércoles, 7 de abril de 2010

Los madrileños, durante los días laborables, tienen que soportar los terribles embotellamientos que se suceden a todas horas en sus calles; por eso, los fines de semana, aprovechan para desintoxicarse huyendo de la capital... lo único malo es que el hecho de salir todos provoca que un sábado por la mañana pueda haber tanto atasco como cualquier otro día.

Hace poco fui a Patones de Arriba, un pintoresco pueblo del norte, situado en plena montaña, al sur del embalse del Atazar. Nuestro plácido viaje para comer un buen cochinillo en uno de los numerosos restaurantes del pueblo se vio repentinamente alterado porque cientos de madrileños habían pensado exactamente lo mismo que nosotros.

Para acceder a Patones, hay que tomar una estrecha carretera que salva el desnivel de la montaña. Difícilmente pasan dos coches en sentido opuesto, pero sin duda esto fue lo de menos. A poco de llegar, primera dificultad: un coche parado en una curva, tratando de dejar pasar a turismos que se iban y sin saber muy bien porqué no se movía. Pero lo mejor llegó después: a doscientos metros del pueblo, un atasco de coches en doble sentido, todos parados; ¿el motivo? una discusión entre dos individuos que acabó con una luneta trasera rota, una mano ensangrentada y con toneladas de paciencia de los no involucrados. Menos mal que salió el típico a dar fluidez al tráfico (buenísima su frase de "pegaos un poco más", refiriéndose a que orillásemos los coches, pero no demasiado bien aplicada en este contexto). Cuando por fin nos movimos, tocaba estacionar, entre los muchos coches que habían llegado antes que nosotros. Una vez conseguido, sólo queda andar de vuelta al pueblo.

Los coches no pueden entrar en Patones; de hecho, un bolardo impide su entrada. Tampoco cabrían, pues por sus estrechas calles sólo pueden circular sus pocos vecinos. Si consigues llegar a Patones de Arriba, disfrutarás de un pueblo de postal, en plena montaña con todas sus casas construidas al estilo de la Arquitectura negra, edificaciones que utilizan la pizarra como materia prima constructiva. Esto da homogeneidad al pueblo, con calles apacibles, llenas de plantas y empinadas cuestas, de suelo empedrado. El paseo, las vistas y el cochinillo bien merecen la visita, pero eso sí, habrá que procurar ir un día entre semana, cuando el atasco se encuentre en la capital.

Julio Baptista en el mercado

lunes, 5 de abril de 2010

Julio Baptista soñaba con ser un gran futbolista, una estrella del balón como el gran jugador brasileño con el comparte nombre. Pero el camino a la gloria del pequeño Julio se presentaba bastante arduo. El lugar en el que le tocó crecer no era el más propicio para cumplir su anhelo; más bien todo lo contrario.

Julio era un niño de corta edad, que vivía en Chichicastenango, la población gutemalteca donde cada jueves y domingo se celebra un populoso mercado de artesanía, ropa, alimentos y demás enseres. Entre tenderetes de máscaras y y humeantes puestos de mazorcas, Julio, como cualquiera niño de su edad en Chichicastenango, nos recibió con cara de pena, haciendo suyo el clásico "un quetzal amigo", la moneda equivalente a unos pocos céntimos con la pretendía ayudar a su familia. Entre todos, la dulce mirada de Julio nos conmovió, las historias de su familia que su frágil voz contaba nos llegaron dentro, y sus ganas de jugar al fútbol y dejar de pedir en el mercado nos decidieron a comprarle un balón de fútbol. Nos despedimos de Julio contemplando su sonrisa y con la promesa de que el domingo, cuando volviéramos, jugaríamos con él un partido.

Pero la realidad de Julio no es tan sencilla. Los niños como él se ven obligados por sus padres a pedir a los turistas, que abarrotan los puestos del mercado buscando con el regateo que ese producto tan exótico les salga aún unos céntimos más barato; si no llevan nada a casa por la tarde, reciben reprimenda. Por contra, las niñas dejan de ser niñas muy pronto. Su cultura las hace mayores, y enseguida se encargan, ataviadas con los vivos colores de las faldas y mantas de la etnia maya quiché, de cuidar a sus hermanos pequeños portándolos a su espalda; sus caras reflejan tristeza, quizás la pena de una niñez perdida, de ancianas encerradas en un cuerpo de niña.

El domingo regresamos al mercado de Chichicastenango. Entre la multitud buscamos a Julio, con el deseo de no encontrarlo y de que estuviera con sus amigos echando una pachanguita. La masa invadía los puestos, no importaba qué se estuviera vendiendo. Los mayas hacían su agosto vendiendo su artesanía a cambio de unos pocos quetzales, que significa nada para nosotros y tantísimo para ellos. Pero, justo cuando nos íbamos, apareció Julio. Nuestra alegría de que viniera a despedirse se truncó cuando lo primero que nos dijo fue "un quetzal amigo"; le preguntamos por la pelota y nos volvió a pedir dinero. La sensación de rabia fue inevitable; es probable que su padre hubiera revendido el balón a la tienda donde lo compramos para sacar algo de beneficio de un círculo vicioso sin sentido.

Me dio mucha pena la historia de Julio Baptista; muchas veces me pregunto qué habrá sido de él, si su vida habrá cambiado algo, si habrá podido dejar de pedir en la calle, o si por contra él estará haciendo lo mismo con su descendencia. Quien sabe si, la próxima vez que vuelva a Chichicastenango, la pelota de fútbol volverá a estar en la misma tienda donde la compré.