Pero, afortunadamente, las primeras impresiones no siempre son las que cuentan. Quince días viviendo en Glasgow me han permitido comprobar que el patito feo escocés quizás esconda un bello cisne. La ciudad, consciente de sus carencias, ha hecho un enorme esfuerzo por hacer de ella un sitio más saludable, por reencontrarse a sí misma, por buscar nuevos objetivos: de su lejano pasado ligado a la Revolución Industrial al presente enfocado a Glasgow como ciudad referente en cultura, diseño y ocio.
Arquitectónicamente, la ciudad se ha renovado. El punto de inflexión fue el genial Mackintosh con su innnovador estilo de primeros del siglo XX; la vanguardia la encontramos a orillas del río Clyde, principal arteria fluvial de Glasgow, con edificios ultramodernos siendo el buque insignia el Armadillo de Norman Foster (parecido a la Ópera de Sydney). El lavado de cara continúa en el casco histórico, en torno a la amplia y genial plaza de George Square: Glasgow es ciudad de compras. Las principales marcas se agrupan en las peatonales Argyle St y Buchanan St, siempre abarrotadas de gente, haga el tiempo que haga. Por último, la gran apuesta de la ciudad es su oferta cultural. Nombrada Ciudad Europea de la Cultura en 1990, en Glasgow no faltan esporádicos conciertos, teatros, espectáculos, exposiciones y permanentes museos y exhibiciones.
Por ello, podría decir que Glasgow es más una ciudad para vivirla que para visitarla. De hecho, la zona más bonita, desde mi punto de vista, está alejada del centro. Los alrededores del río Kelvin, segundo río de la ciudad, al noroeste en el plano que te dan en la oficina de Turismo, son un compendio de zonas verdes, casi boscosas, de jardines botánicos y de una espectacular Universidad con patios, jardines y los edificios más bellos de la ciudad.