Menos lobos

jueves, 9 de octubre de 2008

Este año en el campamento de verano el clan ha hecho dos rutas en una, diferentes pero igualmente atractivas: la de los Picos de Urbión y la del Cañón del Río Lobos. Esta última tiene una vertiente burgalesa y otra soriana, ambas de unos 13 kilómetros de longitud, pero nosotros hicimos sólo la segunda, que era la más cercana al campamento y la que más nos convenía.

El Parque Natural del Cañón del Río Lobos no tiene nada de bélico. Al contrario, es un remanso de tranquilidad. El sendero empieza en el pueblo de Ucero, con su castillo y su viaducto romano, aunque en realidad nuestra ruta comenzó 18 kilómetros antes ya que salimos directamente desde el campamento en Talveila. Después de comer, emprendimos camino e hicimos una primera parada en el centro de interpretación del parque (donde cogimos los pertinentes folletos), edificio anexo a una piscifactoría repleta de peces.

La ruta tiende cuesta arriba, cosa lógica porque remontamos el río. No llevaba mucha agua (esperaba mucho más caudal), pero la suficiente para estar repleto de truchas y de nenúfares que a veces no dejaban ver el fondo, aunque sí el reflejo del cañón.

El camino discurre rodeado de los paredes de roca caliza entre las que desciende el río. Me recordaba mucho al Cañón del Río Ebro pero un menos majestuoso y con menos agua. Pinos y sabinas flanqueaban las montañas, y gigantes trozos de piedra perfectamente dispuestos ayudaban a cruzar el río cuando el sendero así lo exigía.

Al poco de empezar nos encontramos con una iglesia (la ermita de San Bartolomé) que hubiera hecho las delicias de Robert Langdon y Sophie Neveu (los protagonistas del Código da Vinci), pero como cobraban un euro ni siquiera nos interesamos por los tesoros que los templarios pudieran llegar a esconder allí dentro. A su lado, sin embargo, la Cueva Grande, que haciendo honor a su nombre se abría con una entrada gigantesca, nos permitía el acceso gratuito para descubrir sus profundidades.

El terreno del cañón es muy calizo y es por ello por lo que, a mediados de ruta y por estar en verano, el río desapareció. Bueno, realmente se escondía en el subsuelo, por medio de galerías subterráneas que en otras épocas del año afloran a la superficie. Sin río que nos acompañase, continuamos nuestro camino con nuevos compañeros de viaje: los rebaños de ovejas y sus guardianes los mastines tamaño caballo que intimidaban más que si hubiera habido lobos de verdad.

Ya después de mucho andar, divisamos el puente de los 7 ojos que marcaba el final de nuestra ruta. Podríamos haber seguido pero después de más de 30 kilómetros de marcha pensamos que aquel era un buen lugar para poner el punto final y resguardarnos de la noche bajo el techo de los aparcamientos de coches que había a su lado. Otro día de ruta nos esperaba al amanecer.

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